sábado, 23 de septiembre de 2017

“Hannibal” y “Manhunt: Unabomber”: guion de artista, trama de criminal

Una de las series es ficción, la otra es una adaptación de un caso real. En las dos se trabaja sobre la misma metáfora: el criminal como artista; el crítico como forense.
“Hannibal” y “Manhunt: Unabomber” son series de diferente confección y diferente naturaleza, pero están animadas por el mismo motivo: la persecución de un asesino muy evasivo y muy peligroso. Las dos hablan de dos tipos de criminales: la primera, de uno ficcional, de impulso artístico e intelectual; la segunda, de un hombre real, con una poderosa mente científico-matemática y un interés desmesurado por lo sociológico.

Ambos criminales pueden unificarse a través de lo que es su “obra”: una manera de comunicarse y dialogar con el mundo. Los dos eligen expresarse de manera cifrada. Cada muerte o atentado que provocan no son sólo lo que se ve de ellos, sino algo que está oculto detrás (o debajo) de un código. Esa codificación, es un arte.

Hannibal Lecter es perseguido por Will Graham. Theodore Kaczynski (Unabomber), por James Fitzgerald.

En la serie “Hannibal” hay un pequeño grupo de forenses y psicólogos que trabajan para encontrar, a través de las ciencias de la carne y de la mente, a un asesino serial. En “Manhunt: Unabomber” hay un piso entero de un edificio del FBI en California dedicado a encontrar a un terrorista solitario que no envía bombas por correo y no deja una sola evidencia como para que los forenses puedan hacer nada. El trabajo de los dos equipos del FBI es básicamente interpretativo y está dirigido a poder encontrar la correlación entre texto y subtexto del crimen.

La mayor parte del tiempo los forenses están perdidos en el texto. A diferencia de los de “Manhunt: Unabomber”, los patólogos de “Hannibal” intentan abordar el problema del subtexto, pero ahí es donde se separan las aguas entre los personajes. Interpretan, pero interpretan mal. Sus corazonadas constantes apuntan a teorías equivocadas. Esto sería, que el mundo que construyen a partir de las pistas que les dan los criminales, es completamente distinto al que ellos han imaginado. Es por eso que en “Hannibal” Jack Crawford decide involucrar a Will Graham, específicamente por una “cualidad” natural (que es absolutamente sobrenatural en términos de la realidad) y es la de una exagerada empatía. Al poner en juego esa cualidad, Will Graham “ve” y recrea los crímenes cometidos por asesinos seriales como si él mismo los hubiera realizado. Esa capacidad de fundirse y volverse uno con el asesino y la escena del crimen lo convierte en el analista perfecto. Cualquier hipótesis que barajan los médicos y psicólogos forenses se quedan en “la letra del crimen” y cuando quieren ir más allá de esa letra, sólo conciben verdaderos sinsentidos.

Will Graham empieza buscando otro asesino (Gareth Jacob Hobbs o “The Minnesota Shrike”) y en el medio de esa búsqueda tropieza con un asesino diferente que empieza a intervenir sobre el estilo del primero. El asesino intruso es Lecter.

El trabajo que propone Hannibal es una reinterpretación de los crímenes de Hobbs y a través de ellos intenta darle claves a Will Graham para que descubra la identidad del criminal a quien persigue. Y Hannibal lo hace, amén de otras razones, porque Hobbs como asesino es un artista menor y él puede mejorar su expresión. Hannibal “lee” la obra de “The Minnesota Shrike”, la absorbe y la supera. Esa condición de artista menor es también la que convierte a Hobbs en una presa más fácil para Will Graham y el FBI. Y en medio de ese camino es cuando Hannibal Lecter coloca su propia obra en exposición.

Para el FBI Lecter es conocido como “The Chesapeake Ripper”. Por las características de sus crímenes pueden reconocerlo y, obviamente, el nombre del autor real es un misterio. Pero cuando “The Chesapeake Ripper” mata, sus creaciones son más poderosas y contundentes que las de cualquier otro asesino. Por esa sencilla razón muchos otros asesinos seriales querrían que se las atribuyeran a ellos. Es decir que de esa manera el motivo y tema de “Hannibal” como serie sería el de la autoría.

Toda la serie puede ser vista y leída bajo esta clave: los problemas de la autoría. Y en tres temporadas se recorren la mayor parte de los conflictos que tienen lugar en el mundo del arte. O del universo creativo. Todo allí es legible como una metáfora.

El tema principal es la autoría y el subtema es la crítica. O cuál es el papel de la crítica frente a la autoría. Y dentro de la cuestión de la autoría reside a su vez la problemática de qué rol cumple la originalidad y qué rol la copia, apropiación o modificación del original (ajeno) en el trabajo creativo. Entre todas estas alternativas aparece nuevamente la crítica como mirada capaz de detectar la diferencia entre cada una de las operaciones.

Por empezar, para Bryan Fuller, showrunner y adaptador de la historia para la TV, la verdadera autoría es una práctica criminal, pero no en los términos simplistas que lo podría enfocar una investigación policial típica. La autoría es criminal porque disputa específicamente el criterio de autoridad establecida. Porque se sale de los márgenes de la corrección (y la adecuación) en cualquiera de sus formas. El autor (real) construye su propio universo (original) sin rendir tributo a ninguna mirada superior. Hannibal como personaje desafía durante tres temporadas cualquier tipo de sumisión a un criterio establecido. Él marca los límites y las reglas de su acción. Y en consecuencia, las reglas de su estética. En algún sentido, es un anarquista.

Hannibal es el dolor de cabeza de todos los forenses que no logran interpretar sus líneas maestras. Sólo Will Graham es capaz de seguirle el paso y eso Hannibal lo respeta con fervor. Por eso lo busca obsesivamente. No por ser un alma “gemela” que se expresa a través de su exceso de empatía, sino porque es el único que es capaz de leerlo. Y eso llevaría a una segunda propuesta: Un autor no necesita de una desmesurada audiencia para reivindicarse. El verdadero autor necesita un buen lector. Uno solo. Lo demás es exceso.

No creo que con esta propuesta lo que se quiera validar sea la idea de una mirada elitista sobre el arte, que en alguna medida podría serlo, sino la dificultad o la imposibilidad de que una mirada colectiva sobre el artista y su obra se pueda aplicar en la realidad.

Si como plantea Umberto Eco en su “Obra abierta” es el público el que completa la obra que propone el artista, lo que discute y argumenta Bryan Fuller es que el circuito público-artista no necesariamente cubre las necesidades de la apreciación estética. Porque ni siquiera el circuito críticos-artista tampoco es satisfactorio. Y si un crítico no puede descifrar la obra, es bastante más difícil que lo haga el público. A partir de esta idea, la relación entre público y artista puede pasar por el disfrute y hasta por la apropiación de ciertas ideas que el artista propone. Pero no necesariamente porque exista entendimiento y comprensión de la obra.

En cualquier caso, la apreciación nunca sería un hecho “público” sino individual. Algo que no se procesa en términos genéricos sino personales, íntimos. La relación de apreciación se puede aspirar a nivel del espectador (en su unicidad) y la posibilidad de compartirla o consensuarla quizás sea una utopía. El desentendimiento entre profesionales forenses en la sala de autopsias, es un ejemplo de la dificultad de sintetizar miradas. El crítico-forense puede recoger muestras, puede hasta colocar piezas en su sitio en un rompecabezas, pero es difícil que abrace la interpretación como acto, como síntesis, o como epifanía.

El itinerario de Theodore Kaczynski (“Unabomber”) comparte en un todo esta búsqueda del reconocimiento en la autoría que, implica a su vez la búsqueda de su propio lector. Durante casi 17 años nadie ha sabido leerlo. Todos se pierden en el mero dato forense (físico) y en la estadística. Hasta que él se decide a hablar.

Cuando el FBI se hace con la “prueba” de su texto-manifiesto “The industrial society and its future” (La sociedad industrial y su futuro), la mirada que arroja el universo forense es exactamente el mismo que se arroja sobre un hueso o un músculo que se corta: un análisis material. El tipo de papel, la máquina de escribir. Y como el producto “material” no indica nada, los analistas del FBI no pueden leer nada.

Hasta que James Fitzgerald, un especialista en perfiles psicológicos, se incorpora al equipo de investigación.

El trayecto de Fitzgerald es todo lo contrario a un camino de rosas. Todos sus impulsos lo llevan a discutir el perfil que le entregan para refaccionar y presentar a la Fiscal General de los EEUU Janet Reno. Fitzgerald no puede evitar ver que ese papel mínimo que le han dado, en donde fracasa la teoría de la navaja de Occam, es incapaz de entender lo que el Unabomber está haciendo. Y menos aún descifrar quién es. Él quiere rehacerlo y no lo dejan. Ese perfil escueto e incoherente que tiene entre las manos es el más apegado a la evidencia forense de los más de cien que se han realizado sobre el terrorista. Y sus jefes lo único que quieren es que lo espese.

Pero lo que no saben sus jefes -y durante un tiempo tampoco James Fitzgerald-, es que Kaczynski les ha ofrecido a ellos, sus perseguidores, un Deus ex Machina: la solución al enigma.

Este trabajo que Fitzgerald emprende para entender e interpretar lo que ese manifiesto contiene es otro tipo de mirada forense. No emprende una búsqueda semántica sobre el texto, sino una búsqueda mayormente sintáctica.

En la serie “Manhunt: Unabomber” no se hace mucho hincapié en las intenciones de Kaczynski como en su patrón de conducta. Lo cual tampoco es una rareza ya que el FBI suele operar a partir de lo que se denominan “ciencias de la conducta”, que tienen un enfoque más determinista. Pero teniendo en cuenta esto, la vía de acción de Fitzgerald de trabajar encontrando patrones lingüísticos en la escritura del manifiesto del Unabomber, confrontados con la escritura (y la formación) del propio Kaczynski, ya es una propuesta absolutamente extraterrestre para los métodos del FBI, aún en 1995.

El arranque del enfoque heterodoxo que emprende Fitzgerald se da a partir de la convocatoria de los académicos citados en el manifiesto de Unabomber. Una escena con todos los profesores alrededor de una mesa larga y sus discusiones centradas en sus pequeñas y eternas disputas, aleja toda posibilidad de encontrar una pista por esa vía: la de que ellos puedan descifrar quién pudo haber escrito el texto. Pero entre los convocados está Natalie Rogers, profesora de la Universidad de Stanford, especialista en lingüística, que entiende las intenciones de Fitzgerald y tiene una aproximación al problema. A partir de la guía que ella propone de descifrar al Unabomber a través de sus expresiones (idiolecto) o de lo que está “ausente” en sus expresiones, se empieza la investigación que puede llevar hasta el terrorista.

Esa diferencia de la mirada intelectual y la “académica” enfrenta lo único a lo estandarizado. La escritura académica “es” una escritura fuertemente estandarizada y muy excluyente de todos aquellos que no sigan las pautas con la rigidez que se supone a los métodos analítico-científicos. Los profesores, más allá de perderse en la mesa de la discusión, son incapaces de salirse de los márgenes de la corrección interpretativa. La universidad y la burocracia policial tienen un punto de encuentro en la rigidez de la mirada. Ninguna puede atravesar más allá de lo que es palpable o cuantificable. Y para Fitzgerald la mente (única) de un criminal, está más allá de las premisas “materiales”.

Sólo Natalie Rogers puede desarmar la mirada formalizada y previsible que viene de “su mundo”, la academia, y en eso tienen su punto de encuentro con Fitzgerald. El maneja la intuición y ella la ciencia. O esa parte de la ciencia que no estuvo contenida en la formación que él tuvo como especialista en perfiles psicológicos para el FBI.

Nuevamente la interpretación transforma al investigador en un crítico. Y en este caso en un crítico en construcción. Él puede apreciar los elementos que unen el apodo con el hombre, a Unabomber con Kaczynski.

El proceso de investigación involucra, como parte de la decodificación, el paso del nombre falso al nombre real. Del nombre adjudicado al nombre propio.

Lo que separa a “The Chesapeake Ripper” con Hannibal Lecter, por ejemplo.

Descifrar el nombre propio que se oculta bajo el nombre asignado (por otros), es un proceso que necesita de la interpretación y el entendimiento de la obra. Y esa tal vez sea una –otra- línea que separa al artista-autor del crítico-lector.

Cuando ya Kaczynski está a punto de ir a juicio, Natalie Rogers se encuentra con James Fitzgerald. Fitzgerald ha vivido durante el proceso de investigación un proceso (paralelo) de extrañamiento de su familia y de sus compañeros de trabajo. Y no es porque esta tendencia a extrañarse no estuviera ya presente en él. En su introversión y en su capacidad de obsesionarse (algo que el personaje de Rogers le volverá a recordar durante el final de la serie).

Fitzgerald ve que el aislamiento de Kaczynski y el propio, han terminado por parecerse, por cruzarse. Eso lo hace sentir que se ha estado deshumanizando. No es un razonamiento simple, sino íntimo y doloroso. Y la evidencia la tiene delante de sus ojos.

La mañana en que detienen a Kaczynski todos los que estaban participando de la investigación se felicitan y se besan entre ellos, pero nadie felicita a Fitzgerald, que fue el que resistió los desprecios y las desconsideraciones, y logró encontrar la clave para dar con el Unabomber. Todos los que negaron su punto de vista, ahora se sentían los héroes. Pero el verdadero héroe seguía en la sombra. Y no sólo eso. Sus más arduos críticos salían por TV apropiándose de sus descubrimientos: “Siempre creímos que el enfoque lingüístico iba a solucionar este caso”.

La cuestión es que Fitzgerald, afectado por el aislamiento y la falta de reconocimiento, ya no sabe qué hacer o qué pensar. Él también siente que le está faltando un verdadero lector. Y ahí es donde Natalie Rogers le dice que hay una gran diferencia entre él y Kaczynski: la empatía. Él siente empatía por las víctimas. Le importa lo que les pasó a ellos.

Si a este diagnóstico de Natalie Rogers se le cruza la característica principal del personaje de Will Graham en “Hannibal”, se vería que la característica que une a Graham y a Fitzgerald, como investigadores, es la empatía. Traducido, esto lleva a que en términos concretos un crítico sería alguien con empatía y un artista, alguien que no la tiene.

Si la empatía humaniza y la falta de empatía deshumaniza, esto es lo que convertiría al artista en un criminal. O convertiría al artista en alguien cuya actitud ante la creación, descarta la empatía como modus operandi.

Tal vez esa visión artística sea un poco nitzscheana, y ya habrá una legión de personas prestas a negar la falta de empatía del artista. Es cierto que se podría hacer una larga lista de artistas “compasivos”, pero eso no anularía el objeto de estas dos miradas que se sincronizan en los guiones de las dos series, que más que hablar del artista en general o del crítico en general, abordan la relación íntima que comprende a autores y sus críticos. Es más, ni siquiera se refiere a los mundos peculiares de cada autor o de sus “lectores”. Se refiere a la forma en la que se establece la construcción artística como procedimiento y la forma en la que (idealmente) se concibe la interacción del crítico.

Por eso la idea puede parecer nitzscheana en la forma y platónica en el fondo. Cortante e idealizada.

No les otorgo categoría de verdad a estas propuestas, pero reconozco que abordan una problemática que es cotidiana y tan difícil de resolver como qué es un autor/artista y cómo puede un crítico leer la obra artística.

La definición contenida en estas series es que el artista suele operar sin empatía y que el crítico necesita de una fuerte empatía para poder leer las obras que aborda.

El escritor polaco de ciencia ficción Stanislaw Lem decía que el crítico tendría que operar sobre la obra mirándola bajo la mejor luz y sin la posibilidad de mentir. El historiador inglés E. H. Carr decía que la mirada que había que aplicar para la reconstrucción histórica es la de un enfoque comprensivo de los eventos y sus actores. Es decir, en cualquiera de los casos, un ejercicio de la “buena” lectura.

Como punto de cierre, pienso en la paradoja que contiene la falta de empatía de la que hablaba Natalie Rogers. Cuando Kaczynski tiene que enfrentar el juicio, prepara un escrito que pasa a sus abogados en el que busca las inconsistencias del texto de su orden de arresto (que fuera redactada por Fitzgerald), como una forma de salir libre. Pero a la hora de que se tenga que producirse ese duelo de interpretaciones, sus abogados le dan la espalda, renuncian a esa estrategia y sin consultarle optan por presentar un alegato de insania. Esta posibilidad de que todo lo que había hecho pudiera venirse abajo con un veredicto que lo declarara demente, lo impulsó a declararse culpable de los crímenes. Es decir, que cuando él quiso revertir su situación, usando el mismo método que su perseguidor, se topó con que su propio equipo de abogados fue incapaz de “leer” sus textos y de entenderlo.

Y así es que a pesar de todo su aislamiento James Fitzgerald consiguió -gracias a la empatía contenida en su mirada dirigida al hombre al que perseguía-, una buena lectora que fue Natalie Rogers. Mientras tanto a Ted Kaczynski, le pasó todo lo contrario. Él no consiguió que los suyos lo pudieran leer. Y peor aún. Por su propia arrogancia menospreció al único y mejor lector que tuvo, que fue Fitzgerald.

Quizás esto a su vez contenga otra paradoja, y es que el crítico necesita a su vez también ser bien leído e interpretado por otros. Por otros críticos, pero sobre todo por el artista al que él se ha dedicado a descifrar. Esa reciprocidad que en todo momento el ficcional Hannibal Lecter no pierde con Will Graham, no la puede conseguir Theodore Kaczynski con Fitzgerald. Así se nos quiere decir que el artista incapaz de entender a su mejor lector, puede provocar su caída y sin darse cuenta, también, su condena.

Escrito por Gustavo Palacios

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