Recuerdo vívidamente cuando escribí mi primer guion que se filmó a finales de los 80, una comedia sobre una familia de clase media del por aquel entonces Distrito Federal que enfrentaba la crisis económica con humor y dignidad. El productor me advirtió desde el primer día que tendríamos un presupuesto mínimo, apenas suficiente para pagar a los actores principales y alquilar las locaciones más básicas. Lo que inicialmente percibí como una limitación devastadora se convirtió en la mayor fortaleza del proyecto. Sin dinero para trucaje o efectos especiales, viajes costosos o grandes montajes, me vi obligada a concentrarme en lo que realmente importaba: los personajes, sus conflictos internos y la autenticidad de sus diálogos. Esa película que no quiero mencionar porque no me siento tan orgullosa de cómo quedó, y rodada en apartamentos reales de la colonia Roma y con actores que conocían íntimamente los códigos sociales que retratábamos, conectó, más o menos, con el público de una manera que proyectos posteriores más ambiciosos no lograron igualar.
La experiencia me enseñó algo fundamental sobre las comedias mexicanas de personajes populares. Nuestro humor nacional tiene una especificidad cultural tan rica y compleja que cualquier intento de universalizarlo para mercados internacionales termina por desnaturalizarlo. El albur, por ejemplo, no es solo un juego de palabra sino es una forma de comunicación que lleva consigo siglos de ingenio popular, resistencia social y complicidad cultural. Cuando años después trabajé en una co-producción que intentaba hacer "más internacional" una comedia sobre chilangos, los productores extranjeros insistieron en explicar cada referencia cultural, en suavizar los regionalismos y en añadir elementos visuales costosos que al parecer compensarían la "pérdida" del humor local. El resultado fue una película que no era ni auténticamente mexicana ni universal, sino un híbrido sin alma que defraudó tanto al público nacional como al internacional.
También, mi experiencia con el realismo mágico cinematográfico ha sido reveladora. Crecí leyendo a Juan Rulfo y a Elena Garro, autores que entendían que lo fantástico debe emerger de lo cotidiano sin artificio, como una revelación natural del mundo que habitamos. Cuando adapté por primera vez una novela que combinaba elementos sobrenaturales con drama social, disponíamos de un presupuesto tan reducido que los "efectos especiales" consistían en jugar con la iluminación natural y confiar en la fuerza de las actuaciones. Una escena donde un personaje conversa con su abuela muerta se resolvió con una silla vacía, el sonido del viento entre los árboles y la interpretación magistral de una actriz que logró hacer creíble la presencia de lo invisible. Años después, cuando me ofrecieron rehacer esa misma escena con tecnología CGI y un presupuesto diez veces mayor, el resultado técnicamente impecable careció por completo de la poética inquietante que había logrado la versión austera.
El thriller urbano mexicano contemporáneo ha sido quizás el género donde más he observado cómo las restricciones económicas pueden potenciar la efectividad narrativa. Cuando escribí un guion sobre violencia urbana en Ciudad de México (el único que he escrito), la productora me explicó que tendríamos que filmar en locaciones reales de la periferia porque no había dinero para construir sets. Esta "limitación" resultó ser providencial. Las casas de interés social donde filmamos, las calles sin pavimentar, los comercios familiares que sirvieron como escenarios, todos estos elementos aportaron una textura visual y una autenticidad sociológica que ningún diseñador de producción habría podido crear sin que se notara el truco. Los actores, muchos de ellos habitantes de esas mismas zonas, trajeron a sus personajes una naturalidad gestual y una credibilidad emocional que transformó lo que podría haber sido un thriller genérico en un retrato social genuino.
La violencia en estos guiones funciona de manera diferente cuando está constreñida por limitaciones presupuestarias. Sin dinero para grandes escenas de acción, explosiones o persecuciones elaboradas, me vi forzada a construir la tensión a través del diálogo, las miradas, los silencios cargados de significado. La amenaza se volvió psicológica antes que física, y resultó mucho más perturbadora. Recuerdo una secuencia donde un personaje recibe una llamada telefónica amenazante mientras prepara la cena para sus hijos. La cámara fija, el sonido ambiente de la cocina y la actuación contenida crearon una atmósfera de terror doméstico más efectiva que cualquier despliegue de recursos técnicos.
Del mismo modo, mis experiencias con dramas sociales y familiares han confirmado una y otra vez que la intimidad emocional se construye mejor en condiciones de producción modestas. Existe algo en la mecánica de los sets pequeños, los equipos reducidos y los presupuestos ajustados que favorece la concentración actoral y la verdad actoral. En una producción reciente sobre una familia trabajadora de Nezahualcóyotl, filmamos durante seis semanas en la casa real de una de las actrices. La familiaridad con el espacio, la comodidad de actuar en un ambiente genuino y la ausencia de grandes despliegues técnicos permitieron que emergieran matices interpretativos que habrían sido imposibles en condiciones más artificiosas.
He observado también cómo los grandes presupuestos pueden tentar a los guionistas y productores mexicanos a traicionar su propia sensibilidad cultural. La presión de justificar una inversión mayor lleva casi siempre a incorporar elementos que no sirven a la historia central como subtramas innecesarias, personajes que existen solo para lucir el valor de producción, diálogos que sacrifican autenticidad por espectacularidad. En una ocasión, trabajé en un proyecto donde los productores insistieron en añadir una subtrama romántica entre personajes secundarios únicamente porque habían contratado a dos actores de telenovela muy populares. La subtrama no aportaba nada al conflicto central, pero consumía tiempo narrativo y recursos emocionales que debilitan la coherencia del conjunto.
El cine de horror mexicano contemporáneo me ha enseñado (sobre todo cuando lo tallereo) lecciones valiosas sobre la relación entre presupuesto y efectividad. Nuestras tradiciones sobrenaturales, desde las leyendas prehispánicas hasta las apariciones coloniales, funcionan mejor cuando se presentan con una austeridad que respeta su carácter ancestral. Trabajé una vez en un guión sobre La Llorona donde el director quería crear digitalmente el espectro de la mujer que llora. Después de varias pruebas costosas y técnicamente sofisticadas, decidimos regresar a lo básico: una actriz real, maquillaje tradicional, iluminación teatral y el poder de la sugestión. La versión austera resultó más perturbadora porque conectaba con memorias colectivas profundas que ninguna tecnología puede fabricar.
Estas reflexiones me han llevado a desarrollar lo que llamo una "estética de la necesidad", una aproximación creativa que abraza las limitaciones como herramientas narrativas antes que como obstáculos. Cuando comienzo un nuevo proyecto, antes de fantasear con lo que podría hacer con recursos ilimitados, me pregunto qué historia puedo contar con los medios disponibles, cómo puedo convertir cada restricción en una oportunidad creativa. Esta filosofía no solo ha resultado más práctica en el contexto de la industria mexicana, sino que ha producido trabajos más memorables y apreciados por el público, creo...
La mexicanidad de nuestros guiones no es un agregado folclórico que se puede aplicar sobre estructuras narrativas importadas. Es una forma particular de entender el mundo, de relacionarse con el tiempo, de procesar el conflicto social, de expresar el humor y la tragedia. Esta sensibilidad cultural se expresa mejor cuando no está mediada por excesos de producción que pueden distraer o artificializar su manifestación natural. Los mejores guiones mexicanos que he conocido, tanto propios como de colegas admirados, comparten una cualidad de inmediatez emocional y autenticidad cultural que florece en condiciones de creación despojadas de artificio.
Después de estos treinta y tanto años (o más), he llegado a considerar que escribir para presupuestos modestos no es una limitación de la industria mexicana sino una de sus características más distintivas y valiosas aunque digan que escribimos "porno-pobreza". Ya que nos obliga a ser mejores narradores, a encontrar la esencia dramática de cada situación, a confiar en el poder de las palabras y las interpretaciones antes que en el espectáculo. En un mundo cinematográfico cada vez más homogeneizado por las exigencias de los mercados globales y las plataformas, esta capacidad de crear narrativas potentes con recursos limitados puede ser la ventaja competitiva que distinga al cine mexicano en las décadas por venir.
He observado también cómo los grandes presupuestos pueden tentar a los guionistas y productores mexicanos a traicionar su propia sensibilidad cultural. La presión de justificar una inversión mayor lleva casi siempre a incorporar elementos que no sirven a la historia central como subtramas innecesarias, personajes que existen solo para lucir el valor de producción, diálogos que sacrifican autenticidad por espectacularidad. En una ocasión, trabajé en un proyecto donde los productores insistieron en añadir una subtrama romántica entre personajes secundarios únicamente porque habían contratado a dos actores de telenovela muy populares. La subtrama no aportaba nada al conflicto central, pero consumía tiempo narrativo y recursos emocionales que debilitan la coherencia del conjunto.
El cine de horror mexicano contemporáneo me ha enseñado (sobre todo cuando lo tallereo) lecciones valiosas sobre la relación entre presupuesto y efectividad. Nuestras tradiciones sobrenaturales, desde las leyendas prehispánicas hasta las apariciones coloniales, funcionan mejor cuando se presentan con una austeridad que respeta su carácter ancestral. Trabajé una vez en un guión sobre La Llorona donde el director quería crear digitalmente el espectro de la mujer que llora. Después de varias pruebas costosas y técnicamente sofisticadas, decidimos regresar a lo básico: una actriz real, maquillaje tradicional, iluminación teatral y el poder de la sugestión. La versión austera resultó más perturbadora porque conectaba con memorias colectivas profundas que ninguna tecnología puede fabricar.
Estas reflexiones me han llevado a desarrollar lo que llamo una "estética de la necesidad", una aproximación creativa que abraza las limitaciones como herramientas narrativas antes que como obstáculos. Cuando comienzo un nuevo proyecto, antes de fantasear con lo que podría hacer con recursos ilimitados, me pregunto qué historia puedo contar con los medios disponibles, cómo puedo convertir cada restricción en una oportunidad creativa. Esta filosofía no solo ha resultado más práctica en el contexto de la industria mexicana, sino que ha producido trabajos más memorables y apreciados por el público, creo...
La mexicanidad de nuestros guiones no es un agregado folclórico que se puede aplicar sobre estructuras narrativas importadas. Es una forma particular de entender el mundo, de relacionarse con el tiempo, de procesar el conflicto social, de expresar el humor y la tragedia. Esta sensibilidad cultural se expresa mejor cuando no está mediada por excesos de producción que pueden distraer o artificializar su manifestación natural. Los mejores guiones mexicanos que he conocido, tanto propios como de colegas admirados, comparten una cualidad de inmediatez emocional y autenticidad cultural que florece en condiciones de creación despojadas de artificio.
Después de estos treinta y tanto años (o más), he llegado a considerar que escribir para presupuestos modestos no es una limitación de la industria mexicana sino una de sus características más distintivas y valiosas aunque digan que escribimos "porno-pobreza". Ya que nos obliga a ser mejores narradores, a encontrar la esencia dramática de cada situación, a confiar en el poder de las palabras y las interpretaciones antes que en el espectáculo. En un mundo cinematográfico cada vez más homogeneizado por las exigencias de los mercados globales y las plataformas, esta capacidad de crear narrativas potentes con recursos limitados puede ser la ventaja competitiva que distinga al cine mexicano en las décadas por venir.
Puedo citar ejemplos concretos que validan esta reflexión. Cuando Guillermo Arriaga escribió "Amores perros" la restricción presupuestaria que le comunicó Iñárritu lo obligó a crear una estructura narrativa innovadora que conectaba tres historias a través de un accidente automovilístico. Sin dinero para grandes escenas de acción o efectos especiales, construyó toda la tensión dramática a través del desarrollo de personajes y la intersección de sus destinos. El resultado no solo fue un éxito comercial inesperado, sino que estableció un nuevo paradigma para el cine mexicano contemporáneo.
De manera similar, cuando Alonso Ruizpalacios y Gibrán Portela escribieron "Güeros" sabiendo que dispondrían recursos mínimos, tomó la decisión creativa de filmar en blanco y negro y estructurar la historia como un road movie urbano que transcurre en interiores y calles de aquel Distrito Federal que ya no existe más. Las limitaciones presupuestarias no fueron un obstáculo sino el motor creativo que definió la estética minimalista de la película, convirtiéndola en una de las obras más celebradas del cine mexicano reciente.
También pienso en "Después de Lucía", donde Michel Franco como guionista-director se concentró en la psicología de una adolescente que sufre acoso escolar, creando una narrativa claustrofóbica que funciona porque no se dispersa en elementos secundarios. La película, filmada en locaciones reales con un elenco casi no profesional, logró una intensidad emocional que habría sido imposible con un presupuesto mayor que hubiera tentado a añadir subtramas o efectos de producción innecesarios.
En contraste, he sido testigo de cómo algunos proyectos mexicanos recientes, al recibir financiamiento internacional o co-producciones generosas, han perdido esa inmediatez y autenticidad que caracteriza a nuestro mejor cine. Películas que en papel parecían prometedoras terminaron diluidas por la presión de satisfacer múltiples mercados o por la tentación de añadir elementos espectaculares que no servían a la historia central. La diferencia no radica en la calidad técnica, que obviamente mejora con más recursos, sino en esa conexión visceral con la experiencia mexicana que emerge más naturalmente en condiciones de producción despojadas de artificio.
Estos ejemplos (y muchos, muchos otros) me confirman que la verdadera riqueza de nuestro cine no está en competir con los estándares de producción internacionales, sino en desarrollar una voz narrativa tan auténtica y poderosa que trascienda las limitaciones materiales. Es una lección que espero puedan aprovechar las nuevas generaciones de guionistas mexicanos: que la escasez de recursos puede ser el mejor maestro de creatividad, y que nuestras limitaciones pueden ser, paradójicamente, nuestra mayor fortaleza. Así que... ¡Viva la porno-pobreza!
MM
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