sábado, 10 de mayo de 2025

Hipocresías narrativas y de guion en la era del consentimiento

En el cine y la televisión contemporáneos, ciertos gestos han dejado de ser solo recursos narrativos para convertirse en declaraciones ideológicas. El beso, uno de los elementos más primarios y potentes del lenguaje audiovisual, se ha vuelto un campo de batalla moral. Pero lo curioso —y preocupante— es que ese campo de batalla no se libra de la misma manera si el beso es entre un hombre y una mujer, o entre personas del mismo sexo.

A continuación, expongo lo que muchos guionistas —y yo entre elles— observamos, callamos o sufrimos en salas de escritores, notas de desarrollo y protocolos de corrección. Lo que para unos es libertad artística, para otros se convierte en trampa ideológica.

En el cine contemporáneo, el beso se ha vuelto sospechoso. Sobre todo si ocurre entre un hombre y una mujer. Lo que antes era un recurso narrativo elemental para mostrar deseo, tensión o conflicto, hoy se analiza con lupa: ¿había consentimiento explícito? ¿quién tomó la iniciativa? ¿se consultó el protocolo de intimidad? En el caso de una pareja heterosexual, el beso espontáneo ya no es una sorpresa narrativa, sino una posible afrenta al código ético de la era del consentimiento.

Lo curioso —y preocupante para quienes escribimos guiones— es que esa misma vigilancia no se aplica cuando la escena involucra una pareja del mismo sexo. Si una mujer besa a otra sin anunciarlo, se celebra la escena como un gesto de libertad, de valentía, de ruptura de tabúes. Si dos hombres se funden en un beso sin mediaciones verbales, nadie habla de consentimiento, sino de representación. El guion pasa de estar bajo sospecha a ser considerado valiente. Y ahí empieza la hipocresía narrativa.

En Call Me by Your Name, escrita por James Ivory, el primer beso entre Elio y Oliver sucede sin diálogo previo. Hay tensión, sí, pero también hay una clara diferencia de edad y un desequilibrio emocional. Sin embargo, la escena fue celebrada por su delicadeza. En Brokeback Mountain, adaptada por Larry McMurtry y Diana Ossana, el beso entre Ennis y Jack no es menos abrupto o inesperado que en cualquier otra película romántica, pero fue elogiado por su carga emocional y política. Y en Moonlight, con guion de Barry Jenkins y Tarell Alvin McCraney, los besos entre adolescentes masculinos fluyen sin consentimiento verbalizado; se entienden como necesarios, como poéticos, como humanos.

Ahora bien, si esas mismas escenas las escribiera un guionista heterosexual para una pareja heterosexual, se armaría un debate. No importa si la tensión está bien construida, si el personaje femenino desea ese beso, si la historia lo necesita. Lo que importa es que ya no se permite mostrar deseo sin autorización explícita. Y eso, más que proteger a las audiencias, está limitando a los guionistas.

En el caso del cine lésbico, la situación es aún más reveladora. Blue Is the Warmest Color, escrita y dirigida por Abdellatif Kechiche, fue acusada por sus propias actrices de no haber respetado los límites del rodaje, pero en pantalla sus escenas siguen siendo alabadas por su intensidad y realismo. Nadie cuestiona el consentimiento dentro de la historia. Nadie se queja del impulso repentino. En La vida de Adèle, como se llamó en su versión en español, la espontaneidad lésbica es arte; la espontaneidad heterosexual, en cambio, puede convertirse en material para un hilo de Twitter condenatorio.

Otro ejemplo: Elisa y Marcela, de Isabel Coixet, donde el amor entre dos mujeres en la Galicia del siglo XIX se representa con un deseo casi etéreo, de una pureza narrativa que ningún comité de sensibilidad se atrevería a rebatir. Pero si un hombre besara a una mujer sin pedir permiso en el mismo tono, la escena sería vista como un eco del patriarcado. En Portrait of a Lady on Fire, escrita y dirigida por Céline Sciamma, el deseo lésbico estalla en la pantalla sin filtros ni dudas, sin diálogo que lo justifique, sin freno narrativo. Se aplaude, como debe ser. Pero ¿por qué no se permite lo mismo en otros contextos?

Disobedience, escrita por Sebastián Lelio y Rebecca Lenkiewicz, muestra una relación clandestina entre dos mujeres en el seno de una comunidad judía ortodoxa. La escena del beso es cruda, contenida y profundamente incómoda. No se verbaliza nada. No se pide permiso. Pero tampoco se exige, porque se asume que la transgresión justifica el gesto.

Mientras tanto, en Licorice Pizza, escrita y dirigida por Paul Thomas Anderson, una mujer de 25 años se involucra con un adolescente de 15. Y, aunque hubo algunas críticas, no generó ni de cerca el tipo de reacción que habría provocado si los géneros estuvieran invertidos. Porque lo que en un guion se juzga no es solo la escena, sino desde dónde se escribe y a quién representa. La misma acción se condena o se celebra dependiendo del ángulo identitario de sus protagonistas.

Para los guionistas, esto no es solo un dilema teórico. Es una trampa. El beso heterosexual, si no está negociado, si no se enmarca en una conversación previa, si no cumple con una ética visual del consentimiento explícito, puede volverse un problema más que un recurso. En cambio, cuando el beso es queer, el guion gana puntos automáticamente por “representar lo que no se veía”. El impulso se celebra como ruptura estética. La torpeza se vuelve belleza. Lo inesperado se vuelve necesario. Y eso, narrativamente, crea un desequilibrio.

Yo lo viví en carne propia. Soy una guionista trans y lesbiana, y en uno de mis proyectos —una serie de drama realista ambientada en el centro de México— escribí una escena donde una mujer trans besa a una mujer cis en medio de una discusión tensa. Había deseo, había historia, había tensión dramática. Pero claro, como una de las dos era una lesbiana con bigote, la nota que recibí fue: “¿y si mejor lo haces consensuado, tipo Sex Education?”. Traducción: elimina el conflicto, borra el impulso, mete una escena didáctica y que alguien diga: “¿puedo besarte?” mientras suena una canción de Phoebe Bridgers.

No fue la única vez. En otra producción me pidieron una escena de deseo lésbico que fuera “potente pero respetuosa”. Lo escribí. Gustó. Pero en el mismo guion, una escena entre una mujer y un hombre fue vetada por considerarse “problemática”, aunque era más tímida que mi primer beso en secundaria. Al parecer, los besos entre lesbianas sirven para vender inclusión; los besos entre heterosexuales son vistos como armas de opresión masiva.

Y eso me agota. A veces siento que, como lesbiana, me dan permiso de escribir deseo siempre que no se parezca al de los demás. Si es suave, poético, medio triste y en cámara lenta: aprobado. Si es directo, carnal o impulsivo, entonces tengo que justificarlo con media tesis. Como si el deseo fuera válido solo si lleva subtítulos explicativos.

No estamos hablando de censura oficial, pero sí de una forma de autocensura estructural. El guionista heterosexual que quiere mostrar deseo debe justificar cada paso. El guionista queer puede saltarse el manual y aun así recibir elogios. La intención de proteger se ha convertido, sin quererlo, en una nueva forma de desigualdad expresiva. Y lo que debería ser una conversación ética transversal se convierte en una lectura moral selectiva.

Nadie quiere volver a la época en que el cine justificaba el acoso o glorificaba la insistencia masculina como romanticismo. Eso ya fue. Pero tampoco podemos permitir que el deseo heterosexual se convierta en sospechoso por defecto, mientras el deseo queer se asume noble y puro por naturaleza.

Los besos, en el cine y en los guiones, deberían incomodar o emocionar por lo que cuentan, no por quién los protagoniza. Porque cuando el miedo a escribir un beso se basa en la identidad de género de los personajes —y no en su contexto dramático—, lo que estamos censurando no es la violencia. Es la posibilidad misma del deseo.


Marta Martínez
Me especializo en escribir lo que nadie lee en voz alta.

5 comentarios:

oscar dijo...

A ver, pero comparte los ejemplos contrastantes, porque es muy fácil decir "si fuera una pareja heterosexual(...)". NO, a ver, compara con ejemplos contemporáneos y similares de escenas donde una escena heterosexual paralela generó controversia. Y por favor, que no sea de tu experiencia, la cual, más allá de no poder ser objetiva, tampoco podemos evaluar sin conocerla de primera mano. A menos, claro, que apuntes con muestras puntuales señales a tus editores.

El inquilino dijo...

Le pasamos tu comentario a Marta, a ver si se anima a responder, aunque no es su estilo...

oscar dijo...

No, hombre, qué raro saber que no se hace responsable de lo que publica sin ningún sustento argumental.

El inquilino dijo...

El sustento argumental está más que claro en el texto. Y Marta dice que no quiere entrar en discusiones con lectores "prejuiciosos" como usted. O sea, que no admite ningún juego o discusión que, por su comentario anterior ya encuentra infructuosa. Aún así, gracias por leer su artículo. Que le vaya bien.

oscar dijo...

Prejuicioso es decir que si hubiera escrito la misma escena con personaje heterosexuales habría sido un escándalo. Prejuicioso no presentar ejemplos contrastantes que sustenten su afirmación. Infructuoso es no aceptar que alguien pueda disentir de tu juicio o siquiera enfrenar directamente al cojtrario y limitarse a enviar mensajes con terceros. Y para mí no es un juego que alguien sebarreva a enjuiciar de ese modo un tema basado sólo en su especulación. De mi parte no, no le deseo ni a ella ni a usted, moderador qnónimo, ningún bienestar, que la hipocresía no se premiq, lo cual es irónico considerando la supuesta finalidad de este artículo.

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