martes, 8 de julio de 2014

Cómo se escribe una ópera prima del Centro de Capacitación Cinematográfica

En estos días se está filmando en una antigua casa del centro de la Ciudad de México, la película-ópera prima del CCC, “Distancias Cortas”, con la autoría de Itzel Lara (escritora del presente artículo) y la dirección de Alejandro Guzmán.

Resumir en unos cuántos párrafos el proceso creativo de poco más de un año por el que pasó “Distancias cortas” es una tarea harto difícil y es necesario hacer énfasis en dos cosas: Por un lado mi participación en el taller “Altamira” coordinado por Paula Markovitch y por otro, la serie de decisiones que fui tomando conforme la historia avanzaba.
Empecemos…

1. BREVE DISECCIÓN EN ALTAMIRA
Tuve la fortuna de tener en mente una idea y que dicha idea coincidiera con las ganas de Paula  de crear un taller bajo la premisa de que el guión es un género literario, autónomo e independiente de la filmación.

Por tanto, al igual que una obra de teatro, un  texto puede tener tantas interpretaciones como tantos directores lo filmen.

Así, llegamos dispuestos a sumergirnos en una dinámica de escritura que de entrada, nos exigía erradicar el formato de guión convencional.

Debo confesar, que dicha medida es enriquecedora y lúdica;  por mencionar algún ejemplo, diré que en el momento mismo en que se quitan las cabezas de escena, te ves obligado a describir con más detalle el lugar en donde se desarrolla la acción ocasionado que la atmósfera crezca y por ende, se profundice en el poder visual de la historia que se está trabajando.

Con esta bandera, iniciamos el viaje.

A partir de aquí, hablaría de horas-charla -con cerveza, agua,  empanadas, mate- de recomendaciones: “léete esto, revisa tal película, busca en tal libro”; de la enorme cantidad de “consejos prácticos” y certeros que se generaban con cada sesión -no sólo para la obra dramática en turno, sino para el oficio en general- y también hablaría de las sugerencias en cuanto anécdota, premisa, historia, dialogación y personajes: “saca a los sobrinos” “alarga el viaje” “que se interese más por la fotografía” “que haya menos inocencia en sus acciones” “que no diga tantos: mmm” y aún así, mencionando a detalle cada uno de los elementos, no mostraría completamente el crecimiento que se obtiene al entrar en la dinámica de tallerear de esta manera con otros compañeros a los que se les quiere y se les admira.

“Losinsólitos peces gato” de Claudia Sainte-Luce surgió también en dicho taller bajo el nombre, “Encuentro” y aún están a la espera 3 obras dramáticas más, las de Adriana Pelusi, Carmen Ramos y Roberto Andrade. Todas publicadas en colaboración con IMCINE y la editorial “Buena Tinta” bajo el título de “Altamira, laboratorio de dramaturgia para cine” mucho antes de tener siquiera en mente casa productora alguna o contrato para la filmación, reafirmando así, su carácter autónomo.

Ya no ahondaré más en esto, quemaré mi nave, para confesar que agradezco los lazos de amistad que se formaron en Altamira. Lazos fuertes y peculiares. Lo que resulte de esto, será consecuencia fidedigna del amor por el drama. Eso es seguro.

2. CADA UNA DE LAS HABITACIONES GUARDA UNA HISTORIA QUE SÉ, SE CONTARÁ ALGÚN DÍA.

Sobre el germen, diré que todo empezó con un enano.

Una imagen.

La imagen describía al pequeño hombre que al despertarse una mañana, sabe que la gotera que le cae puntualmente en la diminuta nuca desde hace diez años ya lo tiene harto.

Este enano -distinguido personaje de un circo ya desaparecido- va todas las quincenas por su pensión y regresa a casa a mantenerse en forma con rutinas de ejercicios improvisados, mira fotografías donde mujeres barbudas y payasos avejentados lo cargan con orgullo, luego come y piensa observando el techo, la mejor estrategia para matar el tiempo.

Así más o menos iba la cosa.

Luego surgió el obeso, ese enorme humano encerrado en las cuatro paredes de su cuarto, haciendo cientos de collares al mes para subsistir, mientras escucha a José Luis Perales y Palito Ortega y sueña con visitar Ávalon, la isla legendaria de la mitología celta.

Era pues, la historia de un enano y del encuentro con un obeso: el obeso al que nadie-ni su propia familia-quería cerca.

Todo ocurría en una vecindad abandonada, rodeados de cuartos vacíos, escombros y polvo, mucho polvo.
La premisa declaraba que tras muchos enredos, serían amigos, de esos inseparables.

Nunca ocurrió.

Lo que pintaba como una hermosa amistad, no terminaba de cuajar, básicamente porque al momento de juntarlos, parecía que no querían cruzar ni media palabra.

Dicha peripecia se reescribió en 4 ocasiones:

1.      El obeso se cae en su cuarto y después de una tarde tirado en el suelo, pide ayuda al enano que se niega a recogerlo. Horas después accede y listo, inicio de conflicto.

2.      Es de noche, se va la luz, el obeso no tiene cerillos y  jura haber escuchado movimientos sobrenaturales. Tiene miedo. El enano saca un encendedor para iluminarle el camino, éste le quema el cabello y ya está: comienza una entrañable relación entre enano y obeso sellada con un pacto matizado de calvicie.

3.      El enano enferma del estómago y se ve obligado a pasar horas enteras en el retrete que comparte con el obeso en el patio de la vecindad. Ambos descubren que los verdaderos amigos no se conocen en la cárcel ni en la pobreza, sino en el baño.

4.      El enano sale, mira de frente al obeso y piensa: qué más da, es jueves, lo saludaré.

El asunto es que cada una de estas versiones tenían su contra irrefutable: el enano no estaba dispuesto a cuidar a un obeso, tal hazaña parecía incluso anatómicamente imposible;  el obeso no creía en ruidos sobrenaturales, tampoco quería escuchar las necesidades fisiológicas de su vecino, por diminutas que fueran y el jueves no era el día favorito del enano así que se la pasaba encerrado en su cuarto. Callejón sin salida.

Tras darle vueltas al asunto, me quedó claro que uno de los dos sobraba y por si esto fuera poco, yo solamente tenía la seguridad de la sensación que quería transmitir: el peso de la rutina y la dimensión que cobran los pequeños cambios cuando una persona condenada al aislamiento vislumbra una ventana.

Fede, encerrado en su enorme cuerpo, anhelaba vivir.

El enano ya había vivido.

Fede se construía un futuro con la facilidad con la que se imaginaba un mejor pasado.

El enano estaba jubilado de todo y desde tiempo atrás quería colgar el sombrero y cerrar la puerta.

Un buen día, le di gusto al diminuto personaje y lo dejé partir, todo cobró sentido.

Fede se enfrentó a la verdadera soledad, un gigante sepultado en una vecindad deteriorada y olvidado por el mundo, recorría a paso lento cada uno de los rincones de su cuarto y memorizaba mapas agrietados sin fronteras.

Enclaustrado, sintió la necesidad de soñar cosas simples, ya no Ávalon, ya no grandes viajes, ya no mitología celta, deseos sencillos, distancias cortas.

Sus manos regordetas encontraron una cámara y yo la anécdota.

Me concentré en un ritmo lento y puse énfasis en la importancia que cobra la monotonía cuando tu vida está condenada a la inmovilidad. Quise arrastrar a Fede al punto en el que pareciera parte de la decoración decrépita del lugar: un escombro del montón, los zapatos tirados, un plato abandonado. Luego, al colocar  en su corazón la fuerza del anhelo, se vio obligado a salir.

Los demás personajes surgieron por añadidura, naturalito.

Al final, resulta que sí se habló de una amistad entrañable, ya no de dos, sino de tres soledades, y que sí hubo un viaje. Así fueron las cosas.

Me pareció justo mencionar en este espacio- ya que se me da la oportunidad- al pequeño “fenómeno de circo” que cansado de todo, incluso de que se supiera su vida, agarró maletas, leones y trapecios y clausuró su historia antes de ser contada para que se conociera la de Fede. Me pareció justo…

Cuando el último cuarto de esa vecindad abandonada sea demolido, estoy segura que encontraran una fotografía donde un diminuto hombre intenta abrazar a la enorme masa que es su amigo, mientras los dos sonríen.


Por cierto, el enano se llamaba Carlo.

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