Llevaba
trabajando para ella varios meses. Y aunque se conocían de antes, de
otros dos trabajos de escritura, ésta era la primera vez que él era
su subordinado, el de ella.
Y eso le hacía asumir una actitud más
cauta, como apocada y echada pa'atrás un par de pasos o bajada un
par de rayitas del medidor, porque sabía que a ella le gustaba
crecerse, creerse más o muchas más de dos rayas por encina de sus
posibilidades, que más allá de la apariencia no eran tantas. Sin
embargo antes, cuando habían trabajado de igual a igual, él había
perdonado esas excentricidades del carácter y el ego, pues la
paridad daba seguridad a su relación. Ahora era distinto, ahora el
empleado era él, la jefa ella y había que hablar de dinero.
Los
había presentado un productor. Un amigo “en común”, había
pensando él. La verdad es que ese productor había sido antaño y
durante una docena de películas, el empleado de ella, o más
correctamente, el empleado del padre de ella. Un verdadero tiburón
de mar abierto recluido en las aguas tranquilas del lago de
Xochimilco. Un tipo ambicioso entrado en años, manipuador y canalla,
como son todos productores que sí se pueden jactar de serlo. Pero
ése era el padre de ella, no el productor que los había presentado.
Aquél, el primero, era un burdo y lejano imitador del padre, alguien
que confundía poca ética con inteligencia, que había soportado las
malas artes de la familia Conciso durante como se dijo, la docena de
filmes en los que había trabajado para ella. Vamos, el productor que
los había presentado era el obediente empleado perfecto que un día
no aguanta más y los abandona. La familia Conciso, dueña del tercer
network hispanohablante del continente, lo había perdonado
concediendo sin reservas su libertad (no en vano eran de izquierda engeliana) y reafirmando los lazos laborales,
“cambian las oficinas pero no los patrones, esos seguimos siendo
los Conciso” se dijo el padre, se dijo la hija y se dijo casi
al unísono la familia entera, si es que una familia se puede hablar
a sí misma como tal.
Y
ahí estaba él en la casa de ella, o mejor dicho, en una de las
casas que ella tenía desperdigadas por la ciudad, pues era una
guionista inquieta, diríamos colérica cuando la inspiración no abundaba. En numerosas ocasiones,
ella arremetía con todo lo que tuviera delante sin importarle quién
fuera el dueño del objeto que estaba destruyendo en ese mismo
instante, y mucho menos el precio. Ya luego lo pagaría la empresa si
es que el empleado reclamaba, pues las más de las veces con
reclamar el contrato que se retrasaba, el addemdum que nunca llegaba,
o el pago que tardaba meses en salir, ese escritor que ahora tenía
la computadora rota por el “bloqueo creativo” de su jefecita,
tenía más que suficiente reclamación... A él nunca le había
pasado que ella le rompiera algo, pero sí había tenido que
aguantar dos o tres intentos de humillación. Como aquella vez que
ella le dijo “yo jamás escribiría para esa televisión, es de
nacos”, asumiendo que el naco era él; o aquella otra vez que
le preguntó, “¿tú cuánto tiempo estás dispuesto a trabajar
gratis?”, dando por hecho que por ser guionista debía trabajar
un tiempo X gratis y comprobado luego, que lo que ella preguntaba era
el tiempo que lo podía explotar a él sin pagarle ella un peso... Y
ahí estaba ahora, en su casa, la de ella, dispuesto a decirle
“llevamos cuatro meses trabajando juntos, ¿cuándo me vas a
pagar... algo?”
“Yo
no soy la empresa”, obtuvo por toda respuesta. Y tras un par de
minutos sin saber él qué contestar, ella agregó: “La empresa
es mi padre. Sigue escribiendo, por favor.”
Nunca
había sido un hombre violento. No era de esos guionistas que llevan
en la cara el letrero de “no me molestes o seré el rayo que te
parta en dos”, no. Él era tranquilo, y como sabemos en esta
ocasión estaba asumiendo un rol más bien pasivo, para nada de
víctima, digamos que su paciencia se había convertido en
mansedumbre. Por eso cuando agarró la estilográfica el pulso
comenzó a temblarle. Y tuvo que tomar con su mano izquierda la
derecha y apretarla, para que el improvisado objeto punzante que
estaba dispuesto a clavar en el ojo de su coguionista y jefa, no le
traicionara en el último momento.
“¿Qué
haces?”, dijo asustada la heredera Conciso cuando argüía que
ella no era la empresa para no pagarle, “¿qué haces
maldito, te has vuelto loco?” Lentamente y seguro de sí, él
se acercaba a ella y ya no le temblaba el pulso, es más, ahora en la
mano izquierda llevada otra estilográfica y como picador se dirigía hacia ella dispuesto a sacarle los dos ojos del modo que fuera necesario.
Se
avalanzó sobre la guionista y a golpe de
rodillazo y codazo pudo provocarle aún más miedo cuando empezó a
asestarle de estocadas, una tras otra, con ambas
estilográficas. Primero fue en las manos, pues ella por un acto
reflejo de protección se tapó los ojos. Pero luego, cuando las
manos estaban llenas de cortes por los que la sangre salía
mezclándose con la tinta, atacó la mirada, su última mirada, y con
dos certeros punzados le sacó los ojos de sus cuencas naturales.
Luego vino el cuello, la yugular, y ahí ella se lo pudo quitar a él
de encima y desesperadamente comenzar a dar tumbos por la habitación,
manchándolo todo de sangre, tropezando con todo, rompiéndolo todo
tras su paso pero por motivos poco habituales. Muda, porque en uno de
los tajos al cuello también habían sido cortadas las cuerdas
vocales. Hasta que se desplomó con un ruido hueco y sordo sobre la
alfombra. La guionista estrella de los Conciso, se había estrellado contra el piso.
Con
suma rapidez dejó caer las plumas que rebotaron friamente y rodaron
por el suelo. Pensar en limpiar algo era una estupidez y le provocó
un ataque risa planteárselo. Pasada la euforia, con el protector de
uno de los sillones se limpió como pudo las manos manchadas, y en
silencio se fue a su casa. En el metro nadie reparó en él, mucho
menos en sus manos o en las manchas de sangre y tinta de la camisa
que sin apenas disimulo escondía debajo de su chamarra. Al llegar, sólo quería
una cosa, una taza de té y escribir sobre lo que había sucedido.
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