jueves, 8 de mayo de 2025

Lo que Mijaíl Chejov y el Actor’s Studio pueden enseñarnos a los guionistas

En los años cincuenta, el Actor’s Studio era una especie de santuario para el actor moderno. Allí dentro se aprendía a sentir sin llorar, a mirar sin parpadear, a hacer silencio con peso dramático. Era un lugar con ecos de iglesia, pero en vez de rezar se improvisaba. El humo de los cigarrillos, la tensión contenida y esa mezcla de veneración y angustia que da saber que quieres ser artista, pero no sabes si vas a poder. Ahí se gestaban leyendas. Dean, Brando, Monroe. Y en ese ambiente saturado de intensidad, el nombre de Mijaíl Chejov aparecía como una especie de conjuro extranjero, algo entre lo místico y lo revolucionario. Un ruso que hablaba de "el alma del gesto".

Lo curioso es que yo lo descubrí en un taller de guion. No de interpretación. No de teatro. De guion cinematográfico. Fue una actriz quien leyó en voz alta un fragmento de "To the Actor". Lo recuerdo bien porque me dio vergüenza lo mucho que me emocionó algo tan aparentemente ajeno. Ella hablaba de "imágenes internas", de "voluntad creativa", de que el cuerpo siente antes que el intelecto. Y yo pensé, sin decirlo en voz alta: "eso también es escribir".

Mijaíl Chejov, para quien no lo sepa, fue actor, director y maestro. Sobrino del dramaturgo Antón Chéjov, y considerado el alumno más talentoso de Stanislavski. Aunque, con el tiempo, se alejó del dogma del realismo emocional para defender otra vía: la de la imaginación como fuente principal de creación artística. No busques en tu pasado una emoción; invéntate una acción que la provoque. No recuerdes; imagina.

Exiliado por el régimen soviético, pasó por varios países hasta instalarse en Estados Unidos, donde dio clases a actores como Gregory Peck, Clint Eastwood, Yul Brynner y una devota Marilyn Monroe. Su método, aunque menos comercial que el de sus contemporáneos, ha sido una influencia profunda y silenciosa.

Y aquí vengo yo, guionista sin entrenamiento actoral, a decirles que las enseñanzas de Chejov me cambiaron la manera de escribir. No como revelación mística, sino como un desliz de comprensión que se vuelve herramienta.

Porque hay algo que ocurre cuando dejas de pensar los personajes como piezas de un engranaje narrativo y empiezas a sentirlos como cuerpos imaginarios que te habitan. No son sólo funciones dramáticas. Son presencias.

Yo había escrito muchos guiones. Algunos incluso fueron filmados. Pero aún así, algo en mi escritura se sentía... funcional. Correcta. Pero fría. Leía mis escenas y notaba que estaban bien armadas, con conflictos claros, arcos decentes y una estructura que podría enseñar en clase. Y sin embargo, me costaba creerme a los personajes.

Fue entonces cuando empecé a experimentar con ejercicios de visualización antes de escribir. Imaginaba a mis personajes de pie, en una habitación, sin hacer nada. ¿Dónde están las manos? ¿Qué hacen con los pies? ¿Respiran rápido? Y de pronto, antes de escribir siquiera el primer diálogo, ya sabía quiénes eran. A veces incluso sabía qué iban a decir, como si me lo dictaran.

Chejov decía que el cuerpo sabe antes que la mente. Y aunque yo escribo sentada frente a una pantalla, también siento que mi cuerpo se transforma cuando algo funciona. Me pongo más recta. O dejo de parpadear. O me entra frío. Es extraño, pero ocurre. Cuando una escena está viva, el cuerpo lo sabe.

Otra idea que me marcó fue la de la voluntad. Chejov hablaba de tres centros: pensamiento, sentimiento y voluntad. Y la voluntad era el motor. El detonante. Eso me hizo pensar mucho en los personajes que escribo y en mí misma como autora. Hay veces que una escribe sin deseo, sin convicción, sólo por cumplir un encargo. Y eso se nota. Pero cuando hay voluntad verdadera, cuando una se pregunta "¿por qué quiero contar esto?", entonces la historia empieza a tener fuerza interna.

Chejov no imponía un método cerrado. Era flexible, intuitivo. Decía que la técnica sirve para liberarte, no para encerrarte. Me agarré a eso como a una cuerda. Dejé de torturarme con manuales de estructura y empecé a confiar en mis propias imágenes internas. No porque crea que soy una genia, sino porque entendí que escribir no es cumplir reglas, sino encarnar una necesidad.

Y quizá lo más revelador fue descubrir que ese "estado creativo psicofísico" que tanto mencionaba Chejov, ese momento en que cuerpo, mente y emoción están alineados, yo también lo había vivido. No en escena. En mi escritorio. A solas. Con una taza fría de café al lado y el corazón latiendo porque sabía que lo que estaba escribiendo era verdad.

Nunca he sido actriz. Nunca subí a un escenario. Pero desde que conocí a Chejov, escribo como si actuara. Me meto en las escenas, me dejo poseer por los personajes. A veces incluso me sorprendo diciendo en voz alta los diálogos. No por corregirlos, sino porque quiero escucharlos vivir.

Quizá por eso pienso que los guionistas tenemos mucho que aprender de los actores. Y, en especial, de los que como Chejov, creían que el arte no es reproducir lo que ya existe, sino inventar lo que aún no ha sido vivido. Crear lo que todavía no tiene forma. 

Y ese gesto, tan invisible como necesario, es también un acto de presencia. De estar ahí, en lo que escribimos. Como un actor, pero desde la sombra. A final de cuentas, ¿para quiénes escribimos si no es para ellos y ellas?


Marta Martínez

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