El primer error al escribir guiones infantiles es creer que hay que enseñar algo. Que todo cuento debe dejar una moraleja, una lección, una advertencia. No. El niño no quiere que lo eduquen, quiere que lo escuchen. No quiere respuestas, quiere preguntas. En mi experiencia, los guiones que mejor funcionan son los que emocionan sin aleccionar, los que se construyen desde el conflicto, la curiosidad, el juego y la acción. La emoción, en la infancia, está íntimamente ligada al movimiento. Un personaje que llora encerrado en su cuarto no conmueve tanto como uno que huye, que trepa, que se pierde o que salta al vacío. Cada emoción debe tener una acción equivalente en pantalla, porque el niño entiende el mundo a través de lo que se hace, no de lo que se dice.
Los personajes son el corazón de cualquier guion. Y para niños, deben tener cuerpo, alma, y nombre propio. Un buen nombre hace que el personaje se grabe en la memoria emocional del espectador. Pero más allá del nombre, el personaje debe moverse en esa tierra de nadie donde conviven lo real y lo fantástico. Puede ser una gallina que pilotea aviones o un niño que vive en una caja de zapatos. No importa lo inverosímil de la premisa, mientras el universo narrativo tenga sus propias reglas internas. Lo que el niño no soporta es la traición a esas reglas. Si aceptamos que el tren puede volar, el tren deberá seguir volando cada vez que se lo proponga. La coherencia interna es lo que le da verdad a lo absurdo.
Cada edad tiene sus códigos. Cuando escribo para preescolares, pienso en imágenes, en ritmo, en gestos. La palabra cede paso al movimiento. A los seis años, ya puedo jugar con estructuras narrativas sencillas, pequeñas aventuras, obstáculos que se resuelven con ingenio. A los ocho, la trama se puede enredar más: aparecen los misterios, los amigos, las travesuras, los miedos. A los doce, puedo hablar de amor, de pérdida, de injusticia, de cambio climático o de soledad. Y no, no hace falta disfrazarlo de superhéroe: basta con construir personajes que vibren en la misma frecuencia que quienes los van a mirar.
El humor es un hilo conductor imprescindible. Un gag visual, una situación absurda, un diálogo enredado o una mirada maliciosa pueden sostener una película entera. No es cuestión de hacer reír sin pausa, sino de usar el humor como mecanismo de liberación, como válvula de escape frente al miedo, al dolor o al desconcierto. Me gusta el humor que nace del equívoco, del choque entre mundos opuestos, de la lógica alterada. En algunos de mis guiones más queridos, como aquel del ratón que vive en el radiador de un autobús escolar, el humor fue la brújula que me permitió transitar un terreno emocional muy delicado sin caer en la sensiblería.
A la hora de construir el mundo de la historia, el guionista debe pensar visualmente. No escribimos sólo para ser leídos, escribimos para ser vistos. Una escena debe tener textura, color, atmósfera. Un objeto debe tener función dramática. El lugar donde ocurre la acción debe estar cargado de sentido: una cueva que se derrumba, una cama voladora, una calle vacía con una sola farola encendida. Todo debe ayudar a contar. Cuando escribía cuentos ilustrados para televisión, siempre pensaba en cómo iba a dibujarse cada plano. Hoy, aunque escriba para cine o plataformas, sigo haciéndolo: el guion es un mapa visual.
Los géneros también importan, aunque conviene no aferrarse a etiquetas. Me gusta pensar que lo fantástico y lo realista no son enemigos, sino compañeros de juego. Lo maravilloso funciona cuando las reglas están claras y nadie las cuestiona: las hadas, los dragones, los genios. Lo fantástico entra de puntillas en lo cotidiano, y cuando lo hace bien, estremece. La ciencia ficción es una puerta abierta a lo imposible, pero siempre necesita una lógica. Y la aventura, el viaje, el descubrimiento, siguen siendo las estructuras favoritas del cine infantil: irse, perderse, transformarse, regresar. No hay guión infantil sin movimiento.
He visto películas fallar porque se contaban desde el adulto. Guiones pensados para quedar bien con los padres, con la crítica, con la escuela. Pero el niño no se deja engañar. Quiere una historia que lo lleve a otro lugar, que lo haga reír y llorar, que le devuelva el mundo con ojos nuevos. Escribo para ese niño. Para ese espectador que, si se aburre, se levanta del asiento; que si se emociona, no lo disimula. Que si cree en lo que ve, lo lleva consigo para siempre.
Y si no sé por dónde empezar, me vuelvo a mirar al niño que fui. El que hablaba con caracoles, el que lloraba cuando se perdía en el mercado, el que soñaba con tener una cabaña en la luna. A ese le cuento mis historias. Porque si él se queda escuchando, quizá los demás también lo hagan.
Y si no sé por dónde empezar, me vuelvo a mirar al niño que fui. El que hablaba con caracoles, el que lloraba cuando se perdía en el mercado, el que soñaba con tener una cabaña en la luna. A ese le cuento mis historias. Porque si él se queda escuchando, quizá los demás también lo hagan.
Por Marta Martínez
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