El mundo de la escritura es como el del deporte, solo que ellos son jóvenes y nosotros no.
León Hurtado.
¿Merecemos los guionistas “ser leídos”? Está claro que merecer, así a bote pronto no merecemos nada más que algún que otro reproche por las veces que escribimos malas historias. Y el “ser leídos”, con humildad hemos de escribirlo siempre entrecomillado, pues si alguien merece algo son nuestras obras y en todo caso merecerían, si están bien escritas, ser filmadas o montadas en algún teatro, o dibujadas en el papel, o narradas en la radio… no leídas per se.
Aclarado esto, me gustaría formular una pregunta: ¿quiénes o qué somos l*s guionistas? Escritor*s somos, eso tod*s lo sabemos. Como lo son también l*s periodistas pero sobre todo como lo son l*s poetas, porque en mi experiencia un 30% de l*s que escribimos o escriben guiones son poetas. Esto tiene su lógica y su metáfora: la lógica es que el guión es un formato que como la poesía es una forma acotada, medida y estructurada. Y metáfora porque como un poema, la escritura dramática requiere de imágenes, de convención y de emoción: ver (imaginar) unos personajes para convenir unas reglas del juego y a través de éstas emocionar. ¿A quién? Eso sí parece estar más claro, al público, pero también al lector o lectora.
Como digo, para mí un guionista muchas de las veces es un poeta como también poeta lo es el dramaturgo y el modo más clásico de desarrollar su oficio, a saber, escribir versos con sentido narrativo. Pero es que para mí dramaturgo y guionista son lo mismo. Y si un dramaturgo merece (en cursiva) “ser leído” (entrecomillado), es claro que un guionista también lo merece. ¿O no?
¿Dónde están los dramaturgos hoy en día? Se preguntará quien quiera debatir conmigo mi idea. Pero, ¿qué es un dramaturgo?, le contestaré yo cual sofista de medio pelo. “Un poeta, un filósofo, un dialoguista, un actor, un escultor, un pintor, un maestro”, todo eso es un dramaturgo y también es mucho más que eso, agregarían, quizás… A lo que yo aportaría: un dramaturgo es un escritor con visión escénica, representativa y visual de la narración… O sea, posee una forma DRAMATÚRGICA de la narración.
Y si yo mismo me lo permitiera sacaría mis dotes histriónicas y le haría, a ese interlocutor o interlocutora imaginaria, un resumen de los dramaturgos más destacados de la historia antes del siglo 20.
Los mencionaría, además, seguidos del número de obras dramáticas que conservamos de ellos hasta el día de hoy: Esquilo: 8 obritas. Eurípides: 42, eso ya está mejor. Sófocles: 10, pero qué diez... Aristófanes: 11, número mágico. Lope de Vega: 1500, más que hijos y mira que hijos ya tuvo. Shakespeare: 37, si sumas 3 + 7 da diez. Calderón de la Barca: 21, la edad de la legalidad gringa. Molière: 24, las horas del día. Racine: 13, los ciclos lunares. Goethe: 11. Zorrilla: 6. Wilde: 5. Y el último gran dramaturgo del siglo XIX, Chéjov: 14, la edad en la que muchos empezamos a escribir... Está claro que me dejaría muchos dramaturgos, hombres y mujeres de letras, fuera de esta breve recopilación de más de dos milenios de historia dramática…
¿Y qué pasa con el siglo 20? Se interesaría el supuesto “cuestionador” (entrecomillado) profesional (en cursiva) ideal (subrayado).
Pues pasa lo siguiente, espero no aburrir…
Sucede que en 1894 se inventa el cine y da comienzo la paulatina y alarmante escapada de público de las antiguas salas de teatro a las nuevas salas de cine, que como todos sabemos, no son más que carpas de feria, pero son tantas... Y esa escapada no solo llega hasta el día de hoy sino que la rebasa.
Sucede también, que con el s. XX nace la figura del director o “pedagogo” escénico, personificada como todos saben en el paradigma ruso que representa el señor don Konstantin Stanislavski.
Sucede también, que “los pobres” (entrecomillado) dramaturgos, al ver que ya no son objeto del deseo del pueblo, que como hemos dicho empieza a posar sus ojos y su emoción en las carpas de cine, empiezan ellos también a mirar hacia otra parte sabiendo que el espectador ya no encuentra en ellos y en su teatro el reflejo cómico o trágico, que siempre anhela. ¿Y hacia dónde es que miran los escritores dramáticos? Hacia las vanguardias artísticas, hacia el arte contemporáneo. Y ahí tenemos al Teatro Dadá, a Antonin Artaud y su fascinación por el teatro balinés, ahí tenemos al teatro surrealista o a Bertolt Brecht un poco más tarde. Y ahí tenemos a Jerzy Grotowski y su teatro pobre y a muchas escuelas más, a cada cual más “artística” (entrecomillado), o excéntrica, que teatrean por todo el siglo 20 como Pedro por su casa.
Y ahí tenemos, que es el tema que nos ocupa, la conversión del escritor de teatro de texto hacia la figura del guionista.
Algunos ejemplos notorios de famosos dramaturgos (más de uno premio Nobel), que también fueron guionistas de radio, cine y televisión:
¿Las razones?
¿Las razones para ocultar que trabajas de guionista cuando eres un famoso dramaturgo, o las razones para desempeñar una labor que es a fin de cuentas la misma encima de un escenario que delante de una cámara?
Sea como sea, una de las más importantes razones por las que el dramaturgo oscila entre tanto formato dramático, es el hecho de que somos hijos de las revoluciones técnicas e industriales, que paso a paso nos convirtieron (con orgullo o sin él) en proletarios de nuestro trabajo intelectual; así tal cual, sin comillas…
Otra, ya sugerida al principio de esta exposición, sería la transformación del PÚBLICO en MASA, junto con la consabida aparición del rating. De pronto, el espectador se mide, se contabiliza y se mercantiliza. Nada es gratis, ni lo fue el corral de comedias de la Aspaña de antaño, ni la commedia dell’Arte de los palacios italianos, ni lo es la televisión de hoy en día allende los mares.
Otra razón más sería lo que yo llamo “la acumulación histórica del material dramático derivado de la atomización dramatúrgica” a través de los nuevos formatos propios del s. XX y XXI: el cine, la radio, el cómic, la televisión, el vídeo juego, la webserie, el bloguionismo, el transmedia, la realidad virtual… Y los que quedan por venir, pues como dijeron hace poco los directores de cine Martin Scorsese y Ridley Scott (maestros y vieja guardia a la vez), “el cine hoy sí, ha muerto.” Quizás, añado yo, a los cantos fúnebres hay que darles la misma importancia que a los cantos de sirena: son puro simbolismo metafórico.
Además, desde que en los años 70 se publicó un libro que llevaba por título algo así como “Gane un millón de dólares escribiendo un guión”, hasta día de hoy, en el que se publican libros de teoría de guión en todos los países y en todos los idiomas, tenemos una especie de juego de máscaras burgués, donde el escritor - dramaturgo - marginal de toda la vida, ahora puede ser no sólo participe sino también representante del trinomio guión - dinero - éxito. Pero no nos olvidemos: son máscaras y apariencia…
Al respecto de las ediciones de libros sobre guionismo contaré una breve anécdota de hace un lustro ya. Cuando aposté con un amigo que, en cualquier librería de Estados Unidos, en la estantería de libros de cine estaba seguro que había más de 100 libros de guión. Y efectivamente gané la apuesta, le hice fotos a los más de 100 libros de guionismo, entre ediciones de todo tipo, sin embargo por ganarle a mi amigo perdí el avión de regreso de Los Ángeles a Ciudad de México. Por suerte, el nuevo boleto lo pagó la productora (no siempre son tan malos). Y es que ya se sabe: los escritores siempre andamos mal de divisas… Divisamos siempre y solo, en la solitaria brevedad de nuestro entendimiento.
¿Estamos, por tanto, ante una nueva época de oro para los dramaturgos/guionistas? Más bien estamos ante la primera época de oro, pues nadie recuerda una anterior donde tantos escritores dramáticos y escénicos tenemos no solo trabajo, sino también una pizca de dignidad, pues hace pocos años que hemos empezado a alzar la voz valorando la trascendencia de nuestro trabajo, amén del reconocimiento del gran público. Y, claro está, eso es básicamente gracias a la televisión. Guste o no.
Entonces, volviendo a la pregunta que encabeza esta breve distopía posmoderna y guionística que aquí explayo, ¿merecemos (sin cursiva) los guionistas ser leídos (sin comillas)? Más allá de merecer o no, se trata de necesitar leer guiones, en negrita. De querer leer guiones. Y no voy a enumerar las virtudes para el dramaturgo de realizar tales lecturas, pues eso lo dejo para que cada uno en la intimidad de su proceso creativo las descubra. Lo que haré es dar el último dato duro, ya que por herencia de mi tiempo la datación (en cursiva) y los datos (sin ella) son espina dorsal de muchos discursos, y éste no va a ser una excepción.
En el mundo anglosajón, cada año se publican en la red cientos de guiones de radio, tele y cine para el uso y la lectura gratuita del navegante digital que desee aprender a escribir en imágenes. Si juntamos todos los que se publican en los países hispanohablantes no llegan a dos o a tres guiones publicado de forma gratuita en la red… y eso con suerte.
Más lectores para más guiones, para más cine. Muchas gracias.
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