Recuerdo una vez, en 1978, durante los ensayos de una obra que montamos con Jodorowsky en un teatro pequeño del Centro Histórico, alguien del público nos preguntó si ese pájaro de papel que aparecía en la primera escena tenía algún sentido. Me pareció una pregunta honesta. Lo tenía. Pero lo sabríamos hasta el final. Era una especie de presagio. Años después, en el set de una película dirigida por una joven cineasta mexicana, supe que ese mismo truco –una imagen que parece inofensiva pero que anuncia el final– seguía siendo una herramienta esencial del guion. El arte de esconder a plena vista. Supongo que se dan cuenta tanto como yo...
El foreshadowing es esa semilla que se entierra sin que nadie la vea crecer. Puede ser una línea de diálogo lanzada al aire. Una mancha en el suelo. Una mirada entre dos personajes que aún no se conocen bien. Todo lo que parezca accesorio, pero que al revisitar la historia se convierte en revelación. En cambio, el shock twist no se planta: se detona. Es un instante que lo reorganiza todo. Que cambia el pasado y proyecta un nuevo presente. Por eso, cuando están bien escritos, ambos pueden marcar a fuego al espectador. Y lo hacen por razones distintas: uno por la sensación de haberlo intuido todo el tiempo, el otro por haberlo ignorado por completo.
En el taller de perfeccionamiento de guion donde trabajé varios años después, lo decía siempre: no hay un solo tipo de espectador. Algunos quieren que les acaricies la historia como si fuera un animal dormido; otros quieren que les des un zarpazo. Lo mismo pasa con los guionistas. Algunos escriben como si cocinaran a fuego lento, con paciencia y aroma. Otros, como si prepararan dinamita. Y todos, en algún punto, deben aprender a usar ambas manos.
Un ejemplo de foreshadowing que siempre traigo a colación es el de Burning (2018), escrita por Lee Chang-dong y Oh Jung-mi. Una película surcoreana que quema lentamente, y en la que un gato ausente se convierte en el signo más inquietante de todos. Hay algo siniestro en esa ausencia. En cada escena en que el animal no aparece, sentimos que algo se está gestando. Cuando por fin lo vemos, ya es demasiado tarde. La historia ya ardió por dentro. En cambio, el shock twist de Oldboy (2003), de Park Chan-wook y Hwang Jo-yun, no necesita advertencias. Es un puñetazo emocional que te deja sin aire. Un giro tan devastador que reescribe por completo la moral de la historia.
Hay ejemplos inolvidables de foreshadowing que nos han acompañado sin que lo notáramos. En “Los otros”, escrita y dirigida por Alejandro Amenábar, cada vez que Nicole Kidman protege a sus hijos de la luz, no solo está cuidándolos: está plantando una verdad que el espectador descubrirá mucho más tarde. En “Parasite”, escrita por Bong Joon-ho y Han Jin-won, la conversación del niño sobre el “fantasma” que aparece en la casa es un eco siniestro de lo que será revelado hacia el final. Y en “Todo sobre mi madre”, Almodóvar construye desde las primeras escenas una atmósfera de secretos a punto de salir a la luz, donde cada silencio y cada ausencia está cargado de sentido.
Pero volvamos a nuestras propias páginas. A ese guion que uno escribe con esperanza y miedo. ¿Cómo se siembra un buen foreshadowing? No es cuestión de ser enigmático, sino de ser justo. Uno debe introducir detalles que tengan sentido en la lógica emocional del personaje. Si un niño guarda sus juguetes en un orden exacto, quizás no sea por obsesión, sino por trauma. Si una mujer repite una frase sin darse cuenta, quizás la dijo alguien que ya no está. El truco está en que no parezca un truco.
El shock twist, por otro lado, necesita ritmo. Un buen giro dramático no puede ser gratuito. No es suficiente con que sorprenda. Tiene que doler. Tiene que mover las entrañas. El guionista argentino Pablo Solarz me dijo una vez: "el giro no es una curva en la trama, es un espejo que te devuelve algo que no querías ver". Pensé en eso al releer el guion de El secreto de sus ojos (2009), que escribió junto a Campanella. El giro del encierro no sólo sorprende: te obliga a reevaluar la justicia, el amor, la espera. Eso es lo que lo convierte en tragedia y no en truco.
Desde mi propio oficio, aprendí que lo más difícil no es escribir el giro ni sembrar la pista. Lo difícil es hacer que parezca inevitable. Que cuando el espectador mire atrás, sienta que no había otra manera. Y esa es, probablemente, la más alta forma de respeto hacia quien mira.
En un guion que desarrollé con una directora guatemalteca, había una escena donde una niña dibujaba árboles sin hojas. Nada más. Su padre pensaba que era tristeza. La madre, que era talento. Al final de la película, cuando descubrimos que la niña presenció algo terrible bajo un árbol seco, todo toma sentido. Nadie en la sala dijo nada. Pero algunos se tocaron el pecho. Esa es la medida.
Hoy, que leo guiones de jóvenes autoras y autores de Ecuador, de Argentina, de Nicaragua o de Berlín, sigo sintiendo la misma necesidad: que el guion no mienta. Que guarde secretos, sí, pero que no engañe. Que cuando revele, lo haga con sentido. Porque si el giro no nace del alma del personaje, es solo artificio. Y si la pista no tiene carga emocional, es solo un detalle decorativo.
Lo aprendí también en mi propia vida. Las veces que más me han dolido las cosas, no fueron por lo inesperado. Fue porque, en el fondo, ya lo sabía.
El shock twist, por otro lado, necesita ritmo. Un buen giro dramático no puede ser gratuito. No es suficiente con que sorprenda. Tiene que doler. Tiene que mover las entrañas. El guionista argentino Pablo Solarz me dijo una vez: "el giro no es una curva en la trama, es un espejo que te devuelve algo que no querías ver". Pensé en eso al releer el guion de El secreto de sus ojos (2009), que escribió junto a Campanella. El giro del encierro no sólo sorprende: te obliga a reevaluar la justicia, el amor, la espera. Eso es lo que lo convierte en tragedia y no en truco.
Desde mi propio oficio, aprendí que lo más difícil no es escribir el giro ni sembrar la pista. Lo difícil es hacer que parezca inevitable. Que cuando el espectador mire atrás, sienta que no había otra manera. Y esa es, probablemente, la más alta forma de respeto hacia quien mira.
En un guion que desarrollé con una directora guatemalteca, había una escena donde una niña dibujaba árboles sin hojas. Nada más. Su padre pensaba que era tristeza. La madre, que era talento. Al final de la película, cuando descubrimos que la niña presenció algo terrible bajo un árbol seco, todo toma sentido. Nadie en la sala dijo nada. Pero algunos se tocaron el pecho. Esa es la medida.
Hoy, que leo guiones de jóvenes autoras y autores de Ecuador, de Argentina, de Nicaragua o de Berlín, sigo sintiendo la misma necesidad: que el guion no mienta. Que guarde secretos, sí, pero que no engañe. Que cuando revele, lo haga con sentido. Porque si el giro no nace del alma del personaje, es solo artificio. Y si la pista no tiene carga emocional, es solo un detalle decorativo.
Lo aprendí también en mi propia vida. Las veces que más me han dolido las cosas, no fueron por lo inesperado. Fue porque, en el fondo, ya lo sabía.
Imaginemos una escena. Una madre y su hija caminan por una feria en algún pueblo de la costa de Perú. La niña quiere una muñeca. La madre dice que no tienen dinero, pero le compra una. Al pasar frente a una carpa de tiro al blanco, un hombre le ofrece a la niña un globo de regalo. Ella lo rechaza. La madre sonríe, pero sus ojos se clavan en el hombre. La cámara se queda un segundo más en ese cruce de miradas. Nada más. Mucho después, ya entrada la película, descubriremos que ese hombre es el padre de la niña, que vive en el pueblo desde hace años pero nunca ha podido acercarse a ella. Esa pequeña escena, que parecía solo un momento costumbrista, es en realidad una bomba de tiempo. Eso es foreshadowing.
Ahora imaginemos otra. Una mujer en Bogotá se sienta en un café a escribir postales que nunca envía. Una cámara, fija, la observa en silencio. En cada postal habla de un “hombre que la espera”. No sabemos quién es. A medida que avanza la historia, intuimos que se trata de un antiguo amante, quizás muerto, quizás perdido. En la última secuencia, descubrimos que ese hombre es su hijo desaparecido, y que las postales son parte de una terapia impuesta por el Estado. La postal que nunca se envió termina siendo el eco más brutal de todo lo que se ha callado. El giro llega tarde, pero nos cambia todo lo anterior. Ese es el poder del shock twist.
Lo interesante no es sólo lo que ocurre, sino cómo está plantado. En una película japonesa imaginaria, un joven hace origami todos los días. Cada figura la dobla en el mismo rincón, bajo la misma lámpara. Cuando alguien le pregunta por qué, responde con evasivas. Hacia el final, cuando la policía registra su casa, descubre que dentro de cada figura hay una nota con una confesión de crímenes que jamás salieron a la luz. Esas manos que parecían estar creando belleza, estaban escondiendo culpa. ¿Es un foreshadowing o un twist? Es ambos. Y por eso funciona.
Uno de los errores más comunes en guion es confundir sorpresa con interés. Un shock twist puede ser impactante, pero si no está respaldado por lo que vino antes, se disuelve como un truco de feria. El foreshadowing, en cambio, puede parecer modesto, pero carga con la responsabilidad de sostener todo el edificio. Por eso, antes de escribir un giro impactante, es necesario sembrar. No como quien lanza pistas evidentes, sino como quien deja huellas en la arena, sabiendo que la marea las hará visibles a su tiempo. ¿El truco? Poner las pistas en la segunda o tercera reescritura de tu guion...
...Porque hay que pensar también en el lector del guion. Esa persona que debe encontrar placer no sólo en lo que se cuenta, sino en cómo se cuenta. Un buen foreshadowing puede ser invisible a los ojos, pero inolvidable para la mente. Un buen shock twist puede descolocar, pero solo conmueve si toca una verdad profunda del personaje.
Cuando uno escribe una escena con estos recursos, no escribe para el momento. Escribe para el recuerdo. Para esa segunda lectura o ese segundo visionado en el que todo encaja. El espectador agradece que lo desafíen. Que lo hagan dudar. Que lo lleven a pensar que ya lo sabía, aunque no lo supiera. Esa es la magia. Y también la trampa.
Por eso, cuando enseño a escribir, insisto: escribe con la memoria. Con la tuya y con la del personaje. Porque el foreshadowing no es solo un indicio, es un eco. Y el shock twist no es solo un cambio, es una revelación. Uno viene del pasado. El otro, del abismo.
Y entre los dos, se escribe el alma de una buena historia.
Y entre los dos, se escribe el alma de una buena historia.
Por Marta Martínez
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