jueves, 5 de diciembre de 2024

Rompiendo las reglas en mi viaje como guionista en los 70s

Cuando miro hacia atrás, desde el 2024, los años 70 en México me parecen una época clave que me formó como guionista. Era un México dividido: por un lado, la represión política de un gobierno que no dudaba en silenciar a los opositores, y por otro, una sociedad que luchaba por encontrar su identidad y su voz. En este entorno, el cine y la televisión, dos de los medios más poderosos de la época, seguían un guion rígido y predecible. Las telenovelas dominaban la televisión y su estructura era casi siempre la misma: un mundo maniqueo, personajes estereotipados, conflictos superficiales, y por supuesto, finales felices. Mientras tanto, en el cine, había una nueva ola de cineastas que buscaban cuestionar y romper esas estructuras.

Mi primer trabajo significativo fue como asistente de escritura en los proyectos de cineastas como Fernando Cortés y Jaime Humberto Hermosillo. Con Cortés aprendí que la escritura podía ser un acto de reflexión profunda. Su cine, muchas veces sombrío y socialmente consciente, mostraba que los personajes no tenían que ser ni héroes ni villanos. Podían ser, y a menudo lo eran, víctimas de sus circunstancias, sin buscar redención. Este enfoque me permitió darme cuenta de que la estructura tradicional del guion no siempre es la mejor forma de contar una historia. Cortés desafiaba las convenciones, y con él aprendí que la ambigüedad moral, la falta de resoluciones fáciles, era una opción válida.

En esa época, también tuve la oportunidad de trabajar con mujeres cineastas pioneras que estaban haciendo un cine muy diferente al que dominaba la industria. Mujeres como María Novaro, que en ese entonces estaba empezando a darse a conocer, me enseñaron a integrar en el guion temas que, por lo general, se mantenían al margen: el sufrimiento femenino, la autonomía de las mujeres y la mirada introspectiva. Recuerdo que, mientras trabajaba en la adaptación de un guion para una película de Novaro, la estructura narrativa debía ser lo suficientemente flexible para permitir a los personajes femeninos desarrollarse, explorar sus deseos y frustraciones, sin que todo tuviera que encajar en la fórmula establecida. Novaro buscaba que las mujeres no fueran meras observadoras de su vida, sino actores de su destino.

Mi formación como guionista realmente despegó cuando comencé a trabajar con Alejandro Jodorowsky en algunos de sus montajes teatrales y en proyectos cinematográficos. Jodorowsky representaba, para mí, una verdadera revelación. Su cine no solo desafiaba la estructura del guion, sino que lo deconstruía por completo. El guion no era solo una herramienta para contar una historia de principio a fin, sino un vehículo para explorar lo psicológico, lo surrealista, lo simbólico. En su cine no había un camino claro, y la narrativa se permitía fluir de forma libre, casi caótica. Jodorowsky me enseñó que la regla más importante en un guion es que debe ser fiel a la historia que está intentando contar, sin importarle las convenciones que existen.

Trabajar con Jodorowsky fue una experiencia que transformó mi visión del guionismo. Las estructuras rígidas que tanto había aprendido a seguir en la televisión y el cine comercial, simplemente no tenían cabida en sus proyectos. Él me mostró que el guion podía ser un espacio de exploración sin límites, que no todo tenía que tener un propósito narrativo claro, sino que el guion debía generar una sensación en el espectador, debía provocar algo. En el proceso de escribir, experimenté con elementos no tradicionales, utilizando símbolos y metáforas que resonaban más en el plano emocional que en el lógico.

Al mismo tiempo, también trabajé junto a cineastas más experimentales, como los hermanos Marco y Gerardo Pacheco, quienes se destacaban por sus enfoques radicales y por no seguir la estructura de tres actos que estaba en boga. En “La lucha continua”, por ejemplo, un guion que escribí para ellos, decidimos explorar un conflicto interno entre los personajes a través de largos monólogos solitarios y planos interminables, algo que desafiaba completamente la idea de ritmo y dinamismo que los productores esperaban. Fue una jugada arriesgada, pero entendí que el cine y el guionismo no siempre tenían que ser rápidos ni fáciles de digerir; podían ser profundos, inquietantes, incluso incómodos.

La televisión, con su inmediatez y necesidad de cumplir con las expectativas de la audiencia, seguía siendo un terreno complicado. Sin embargo, en mis primeros trabajos como guionista en telenovelas, traté de aplicar lo que había aprendido en el cine experimental. Intenté subvertir los arquetipos de personajes, humanizarlos, hacerlos más complejos. La respuesta, por supuesto, no fue inmediata. “La audiencia no entiende estas cosas”, me decían. Pero en mi interior sabía que el verdadero desafío era intentar crear algo auténtico, algo que no solo siguiera las reglas de la industria, sino que también las retara.

Mis años trabajando en proyectos de cine experimental y teatro me enseñaron algo fundamental: el guionismo es un arte que no debe estar atado a una estructura rígida. Lo que importa es la autenticidad, la capacidad de transgredir las expectativas y crear algo genuino. Si algo de esos años me marcó profundamente fue la certeza de que las reglas del guionismo, aunque útiles, no son inquebrantables. A veces, es necesario romperlas para llegar a una historia más verdadera, más profunda.

Hoy, cuando miro hacia atrás, con la distancia que da el tiempo, me doy cuenta de que aquellos primeros años en los que trabajé con cineastas como Jodorowsky, los Pacheco, y mujeres como María Novaro, me dejaron una lección invaluable: el guion es una herramienta flexible, que se debe adaptar a la historia y no al revés. Y que, como guionistas, tenemos la responsabilidad de no temer a la experimentación, de no temer a la ruptura, porque si algo he aprendido es que lo único que te garantiza una historia inolvidable es ser fiel a lo que quieres contar, sin preocuparte demasiado de si rompes alguna regla o si te sales del camino.

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