Madre Coraje, para quien no la haya leído o visto, es Anna Fierling, una mujer que arrastra una carreta llena de mercancías por los campos de batalla de la Guerra de los Treinta Años. Vende lo que puede a soldados de ambos bandos, siempre con un ojo puesto en su negocio y el otro en sus tres hijos, intentando mantenerlos vivos en medio del caos. Lo terrible es que esa misma guerra que le da sustento es la que, poco a poco, se los arrebata. No hay tragedia más grande que ver a una madre perder a sus hijos, uno por uno, mientras sigue negociando para no morirse de hambre.
Como guionista, lo fascinante de este personaje es que Brecht no lo construyó para que el público la amara sin fisuras. Al contrario: Anna Fierling es contradictoria, obstinada, a veces egoísta. Puede ser cálida y cruel en la misma frase. Esa ambigüedad es lo que lo convierte en un arquetipo universal, aplicable a cualquier contexto histórico y a cualquier pantalla.
El teatro épico brechtiano, que tanto ha inspirado a guionistas de cine y televisión, no busca que el espectador se pierda en la ilusión, sino que piense, que se distancie lo suficiente para analizar lo que ve. Y aquí la pregunta que subyace es brutal: ¿hasta dónde puede llegar una madre para proteger a sus hijos? Brecht no ofrece consuelo ni moraleja fácil. Nos muestra que en contextos extremos, la maternidad deja de ser ese espacio sagrado idealizado y se convierte en una trinchera ética.
En el guion cinematográfico, este arquetipo ha aparecido disfrazado de mil maneras. Pienso en La Ciociara (1960, guion de Cesare Zavattini y Vittorio De Sica, basado en la novela de Alberto Moravia), donde Sophia Loren encarna a una madre que intenta salvar a su hija en la Segunda Guerra Mundial, solo para encontrarse con una violencia que el público de la época no estaba preparado para ver en pantalla. Recuerdo también cuando vi Roma città aperta (1945, guion de Sergio Amidei y Federico Fellini, a partir de una historia de Amidei, Fellini y Roberto Rossellini), en una copia gastada y con subtítulos torcidos: Anna Magnani, como madre y símbolo de resistencia, cayendo abatida por la represión nazi. Esa escena, cruda y sin música, me dejó la garganta cerrada por horas.
En 1983, tuve la oportunidad de escribir mi propia adaptación de Madre Coraje a la mexicana. La situamos en la Revolución, y Anna Fierling se convirtió en Doña Coraje, una mujer que arrastraba su carreta de mercancías de pueblo en pueblo, vendiendo maíz, mezcal y balas a federales y revolucionarios por igual. Los hijos eran tres jóvenes marcados por la guerra: uno zapatista, otro villista y otro enrolado a la fuerza por el ejército federal. El reto como guionista fue conservar la columna vertebral moral de la obra y, al mismo tiempo, ponerle el olor a tierra mojada y pólvora que tiene nuestra historia. No era un simple traslado geográfico: tuve que repensar los diálogos para que el habla popular mexicana tuviera el filo necesario, y buscar equivalentes culturales para las escenas más icónicas.
La anécdota más dura de ese montaje es que en una de las funciones, justo en la escena donde Doña Coraje pierde a su último hijo, un trueno real retumbó fuera del teatro. El público se estremeció y yo, desde la penumbra de la cabina, supe que estábamos tocando algo más profundo que el entretenimiento. No era una obra sobre la Revolución, era un espejo de lo que pasa cada vez que una madre tiene que vender su moral al precio más alto para sobrevivir. Esa versión me enseñó que lo más potente del arquetipo es su capacidad para adaptarse a cualquier guerra, incluso a las que no llamamos así.
Pero si un guionista quiere escribir un personaje así, no basta con que la madre ame a sus hijos. Hay que llevarla a situaciones donde ese amor la empuje a hacer cosas moralmente cuestionables: mentir, robar, traicionar, comerciar con el enemigo, incluso sacrificar a otros para salvar a los suyos. Ahí está la esencia brechtiana. Lo importante no es que el espectador la justifique, sino que la entienda, aunque le incomode. Esta es la vía para “atacar” el cliché de la madre sufridora y puramente sacrificada, esa figura casi virginal que lo da todo sin mancharse las manos. Madre Coraje se mancha, y mucho.
En la ciencia ficción y las distopías, la figura de Madre Coraje ha encontrado un terreno fértil. Pienso en Sarah Connor en Terminator 2: Judgment Day (1991, guion de James Cameron y William Wisher), endurecida hasta el límite, dispuesta a romper cualquier ley para salvar a su hijo de un futuro que aún no existe. Pienso en Children of Men (2006, guion de Alfonso Cuarón, Timothy J. Sexton, David Arata, Mark Fergus y Hawk Ostby, basado en la novela de P. D. James), donde la misión de proteger a una joven embarazada en un mundo sin nacimientos es, en sí misma, una declaración de fe en medio del colapso. Y aunque los contextos cambien, la esencia dramática que un guionista debe atrapar sigue siendo la misma: el amor maternal convertido en motor de supervivencia, pero también en detonador de violencia y destrucción.
Con los años, el cine contemporáneo ha querido romper incluso la última barrera: la de la madre perfecta. Ahora vemos madres imperfectas, negligentes, incluso dañinas, que sin embargo siguen peleando por sus hijos. En Room (2015, guion de Emma Donoghue, basado en su propia novela), Brie Larson encarna a una madre que, en cautiverio, hace malabares para proteger la mente de su hijo, aunque el espectador sabe que no todo es ternura. En I, Tonya (2017, guion de Steven Rogers), la madre interpretada por Allison Janney es un huracán de dureza, insultos y resentimiento, y sin embargo, esa dureza forja a su hija tanto como la hiere.
Si algo me enseñó Brecht, y me lo recordaron estos guiones y películas, es que la maternidad en este arquetipo no lleva a la redención. No hay un final feliz garantizado. Amar aquí no significa salvar, sino resistir, negociar, a veces traicionar, y seguir viva un día más. La pregunta que me queda siempre en la cabeza es: ¿cuánto amor hay en una madre que destruye para proteger? Y la respuesta nunca es simple.
Hoy, cuando escribo o asesoro guiones, siempre que aparece una madre en una historia, me pregunto si está cerca de Anna Fierling. No porque todas deban serlo, sino porque si lo son, la historia se llenará de dilemas morales, de contradicciones humanas, de ese pulso dramático que no te deja respirar. Y creo que, en un mundo donde seguimos inventando nuevas guerras y nuevas formas de desigualdad, no hay arquetipo más vigente para un guionista que el de una madre dispuesta a perderlo todo, incluso a sí misma, por los hijos que ama.
Como guionista, lo fascinante de este personaje es que Brecht no lo construyó para que el público la amara sin fisuras. Al contrario: Anna Fierling es contradictoria, obstinada, a veces egoísta. Puede ser cálida y cruel en la misma frase. Esa ambigüedad es lo que lo convierte en un arquetipo universal, aplicable a cualquier contexto histórico y a cualquier pantalla.
El teatro épico brechtiano, que tanto ha inspirado a guionistas de cine y televisión, no busca que el espectador se pierda en la ilusión, sino que piense, que se distancie lo suficiente para analizar lo que ve. Y aquí la pregunta que subyace es brutal: ¿hasta dónde puede llegar una madre para proteger a sus hijos? Brecht no ofrece consuelo ni moraleja fácil. Nos muestra que en contextos extremos, la maternidad deja de ser ese espacio sagrado idealizado y se convierte en una trinchera ética.
En el guion cinematográfico, este arquetipo ha aparecido disfrazado de mil maneras. Pienso en La Ciociara (1960, guion de Cesare Zavattini y Vittorio De Sica, basado en la novela de Alberto Moravia), donde Sophia Loren encarna a una madre que intenta salvar a su hija en la Segunda Guerra Mundial, solo para encontrarse con una violencia que el público de la época no estaba preparado para ver en pantalla. Recuerdo también cuando vi Roma città aperta (1945, guion de Sergio Amidei y Federico Fellini, a partir de una historia de Amidei, Fellini y Roberto Rossellini), en una copia gastada y con subtítulos torcidos: Anna Magnani, como madre y símbolo de resistencia, cayendo abatida por la represión nazi. Esa escena, cruda y sin música, me dejó la garganta cerrada por horas.
En 1983, tuve la oportunidad de escribir mi propia adaptación de Madre Coraje a la mexicana. La situamos en la Revolución, y Anna Fierling se convirtió en Doña Coraje, una mujer que arrastraba su carreta de mercancías de pueblo en pueblo, vendiendo maíz, mezcal y balas a federales y revolucionarios por igual. Los hijos eran tres jóvenes marcados por la guerra: uno zapatista, otro villista y otro enrolado a la fuerza por el ejército federal. El reto como guionista fue conservar la columna vertebral moral de la obra y, al mismo tiempo, ponerle el olor a tierra mojada y pólvora que tiene nuestra historia. No era un simple traslado geográfico: tuve que repensar los diálogos para que el habla popular mexicana tuviera el filo necesario, y buscar equivalentes culturales para las escenas más icónicas.
La anécdota más dura de ese montaje es que en una de las funciones, justo en la escena donde Doña Coraje pierde a su último hijo, un trueno real retumbó fuera del teatro. El público se estremeció y yo, desde la penumbra de la cabina, supe que estábamos tocando algo más profundo que el entretenimiento. No era una obra sobre la Revolución, era un espejo de lo que pasa cada vez que una madre tiene que vender su moral al precio más alto para sobrevivir. Esa versión me enseñó que lo más potente del arquetipo es su capacidad para adaptarse a cualquier guerra, incluso a las que no llamamos así.
Pero si un guionista quiere escribir un personaje así, no basta con que la madre ame a sus hijos. Hay que llevarla a situaciones donde ese amor la empuje a hacer cosas moralmente cuestionables: mentir, robar, traicionar, comerciar con el enemigo, incluso sacrificar a otros para salvar a los suyos. Ahí está la esencia brechtiana. Lo importante no es que el espectador la justifique, sino que la entienda, aunque le incomode. Esta es la vía para “atacar” el cliché de la madre sufridora y puramente sacrificada, esa figura casi virginal que lo da todo sin mancharse las manos. Madre Coraje se mancha, y mucho.
En la ciencia ficción y las distopías, la figura de Madre Coraje ha encontrado un terreno fértil. Pienso en Sarah Connor en Terminator 2: Judgment Day (1991, guion de James Cameron y William Wisher), endurecida hasta el límite, dispuesta a romper cualquier ley para salvar a su hijo de un futuro que aún no existe. Pienso en Children of Men (2006, guion de Alfonso Cuarón, Timothy J. Sexton, David Arata, Mark Fergus y Hawk Ostby, basado en la novela de P. D. James), donde la misión de proteger a una joven embarazada en un mundo sin nacimientos es, en sí misma, una declaración de fe en medio del colapso. Y aunque los contextos cambien, la esencia dramática que un guionista debe atrapar sigue siendo la misma: el amor maternal convertido en motor de supervivencia, pero también en detonador de violencia y destrucción.
Con los años, el cine contemporáneo ha querido romper incluso la última barrera: la de la madre perfecta. Ahora vemos madres imperfectas, negligentes, incluso dañinas, que sin embargo siguen peleando por sus hijos. En Room (2015, guion de Emma Donoghue, basado en su propia novela), Brie Larson encarna a una madre que, en cautiverio, hace malabares para proteger la mente de su hijo, aunque el espectador sabe que no todo es ternura. En I, Tonya (2017, guion de Steven Rogers), la madre interpretada por Allison Janney es un huracán de dureza, insultos y resentimiento, y sin embargo, esa dureza forja a su hija tanto como la hiere.
Si algo me enseñó Brecht, y me lo recordaron estos guiones y películas, es que la maternidad en este arquetipo no lleva a la redención. No hay un final feliz garantizado. Amar aquí no significa salvar, sino resistir, negociar, a veces traicionar, y seguir viva un día más. La pregunta que me queda siempre en la cabeza es: ¿cuánto amor hay en una madre que destruye para proteger? Y la respuesta nunca es simple.
Hoy, cuando escribo o asesoro guiones, siempre que aparece una madre en una historia, me pregunto si está cerca de Anna Fierling. No porque todas deban serlo, sino porque si lo son, la historia se llenará de dilemas morales, de contradicciones humanas, de ese pulso dramático que no te deja respirar. Y creo que, en un mundo donde seguimos inventando nuevas guerras y nuevas formas de desigualdad, no hay arquetipo más vigente para un guionista que el de una madre dispuesta a perderlo todo, incluso a sí misma, por los hijos que ama.
Marta Martínez
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